F. Engels

REVOLUCION Y CONTRARREVOLUCION
EN ALEMANIA


 
De las OBRAS ESCOGIDAS
(en tres tomos)
de C. Marx y F. Engles

Editorial Progreso — Moscú, 1981

Tomo 3, págs. 307-96.


Preparado © para la Internet por Rafael Masada, Masada97@aol.com (Septiembre de 1999)

REVOLUCION Y CONTRARREVOLUCION
EN ALEMANIA[1]

 

I. Alemania en vísperas de la revolución
307
II. El Estado prusiano
315
III. Los otros Estados alemanes
324
IV. Austria
328
V. La insurrección de Viena
334
VI. La insurrección de Berlín
337
VII. La Asamblea Nacional de Francfort
341
VIII. Los polacos, los checos y los alemanes
345
IX. El paneslavismo. La guerra de Schleswig-Holstein
348
X. El alzamiento de París. la Asamblea de Francfort
352
XI. La insurrección de Viena
355
XII. El asalto de Viena. La traición a Viena
360
XIII. La Asamblea Constituyente prusiana. La Asamblea Nacional
367
XIV. El restablecimiento del orden. La Dieta y la Cámara
371
XV. El triunfo de Prusia
376
XVI. La Asamblea Nacional y los gobiernos
380
XVII. La insurrección
383
XVIII. Los pequeños comerciantes y artesanos
387
XIX. El fin de la insurrección
391

 

pág. 307

I

ALEMANIA EN VISPERAS DE LA REVOLUCION

El primer acto del drama revolucionario desplegado en el continente europeo ha terminado. Los «poderes que fueron» antes del huracán de 1848 han recuperado su estado de «poderes que son», y los gobernantes más o menos populares por un día, los gobernadores provisionales, los triunviros y los dictadores con toda la caterva de diputados, apoderados civiles, delegados militares, prefectos, jueces, generales, jefes, oficiales y soldados han sido arrojados a la otra orilla, «exilados allende el mar», a Inglaterra o América para formar allí nuevos gobiernos «in partibus infidelium»[2], comités europeos, comités centrales, comités nacionales y anunciar su advenimiento con edictos tan solemnes como las de cualesquiera potentados menos imaginarios.

No es posible figurarse una derrota tan grande como la sufrida por el partido revolucionario, mejor dicho, por los partidos revolucionarios del continente en todos los puntos de la línea de batalla. ¿Y qué? ¿No duraron cuarenta y ocho años la lucha de las clases medias inglesas y cuarenta años las batallas sin par de las clases medias francesas por la supremacía social y política? ¿Y no tuvieron el triunfo más cerca que en ninguna otra ocasión en el preciso momento en que la monarquía restaurada se creía más sólida que nunca? Han pasado hace ya mucho los tiempos de la superstición que atribuía las revoluciones a la malevolencia

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de un puñado de agitadores. En nuestros días todo el mundo sabe que dondequiera que hay una conmoción revolucionaria, tiene que estar motivada por alguna demanda social que las instituciones caducas impiden satisfacer. Esta demanda puede no dejarse aún sentir con tanta fuerza ni ser tan general como para asegurar el éxito inmediato; pero cada conato de represión violenta no hace sino acrecentarla y robustecerla hasta que rompe sus cadenas. Por tanto, si hemos sido derrotados, no podemos hacer nada más que volver a empezar desde el comienzo. Y, por fortuna, la tregua, probablemente muy breve, que tenemos concedida entre el fin del primer acto y el principio del segundo acto del movimiento, nos brinda el tiempo preciso para realizar una labor de imperiosa necesidad: estudiar las causas que hicieron ineludibles tanto el reciente estallido revolucionario como la derrota de la revolución, causas que no deben buscarse ni en los móviles accidentales, ni en los méritos, ni en las faltas, ni en los errores o traiciones de algunos dirigentes, sino en todo el régimen social y en las condiciones de existencia de cada país afectado por la conmoción. Que los movimientos imprevistos de febrero y marzo de 1848 no fueron promovidos por individuos sueltos, sino manifestaciones espontáneas e incontenibles de las demandas y necesidades nacionales, entendidas con mayor o menor claridad, pero vivamente sentidas por numerosas clases en cada país, es un hecho reconocido en todas partes. Pero cuando se indagan las causas de los éxitos de la contrarrevolución, se ve por doquier la respuesta preparada de que fue por la «traición» del señor Fulano de Tal o del ciudadano Mengano de Cual al pueblo. Respuesta que, según las circunstancias, puede estar o no muy en lo cierto, pero en modo alguno explica nada, ni tan siquiera muestra cómo pudo ocurrir que el «pueblo» se dejara traicionar de esa manera. Por lo demás, es muy pobre el porvenir de un partido político pertrechado con el conocimiento del solo hecho de que el ciudadano Fulano de Tal no es merecedor de confianza.

El análisis y la exposición de las causas tanto de la conmoción revolucionaria como de la derrota de la revolución revisten, además, una importancia excepcional desde el punto de vista de la historia. Todas esas pequeñas discordias y recriminaciones personales, todos esos asertos contradictorios de que fue Marrast, o Ledru-Rollin, o Luis Blanc, o cualquier otro miembro del Gobierno Provisional, o el gabinete entero quien llevó la revolución hacia los escollos que la hicieron naufragar ¿qué interés pueden tener ni qué luz pueden proyectar para los americanos o los ingleses que han observado todos esos movimientos desde una distancia demasiado grande para poder distinguir algún detalle de las operaciones? Nadie que esté en sus cabales creerá

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jamás que once personas[*], en su mayoría de capacidad más que mediocre tanto para hacer el bien como el mal, hayan podido hundir en tres meses a una nación de treinta y seis millones de habitantes, a menos que estos treinta y seis millones conocieran tan mal como estas once personas el rumbo que debían seguir. Pero de lo que precisamente se trata es de cómo podo ocurrir que estos treinta y seis millones fueran llamados de pronto a decidir qué rumbo tomar, pese a que, en parte, avanzaban a tientas en las tinieblas, y de cómo ellos se perdieron luego y permitieron a sus viejos líderes volver por algún tiempo a los puestos de dirección.

Así pues, si bien intentamos explicar a los lectores de The Tribune[3] las causas que no sólo hicieron necesaria la revolución alemana de 1848, sino también inevitable su derrota temporal en 1849 y 1850, no se espere de nosotros una descripción completa de los sucesos tal y como sobrevinieron en el país. Los acontecimientos posteriores y el fallo de las generaciones venideras decidirán qué hechos de ese confuso cúmulo, aparentemente casuales, incoherentes e incongruentes, entrarán en la historia universal. Aún no ha llegado el momento de resolver este problema. Debemos constreñirnos a los límites de lo posible y sentirnos satisfechos si podemos encontrar las causas racionales basadas en hechos innegables que expliquen las vicisitudes principales de ese movimiento y nos den la clave de la dirección que el próximo y quizás no muy lejano estallido imprimirá al pueblo alemán.

Pues bien, ante todo, ¿qué situación había en Alemania cuando estalló la revolución?

La composición de las diferentes clases del pueblo que constituyen la base de toda organización política era en Alemania más complicada que en cualquier otro país. Mientras que en Inglaterra y en Francia el feudalismo había sido totalmente destruido o, al menos, reducido, como en Inglaterra, a unos pocos vestigios insignificantes, por la poderosa y rica clase media, concentrada en grandes ciudades, sobre todo en la capital, la nobleza feudal de Alemania conservaba gran parte de sus viejos privilegios. El sistema feudal de posesión de la tierra era el que prevalecía casi por doquier. Los terratenientes seguían conservando incluso la jurisdicción sobre sus arrendatarios. Privados de sus privilegios políticos, del derecho de exigir cuentas a los soberanos, conservaban casi íntegra su potestad medieval sobre los campesinos de sus tierras solariegas, así como su exención del pago de las contribuciones. El feudalismo prosperaba más en unos lugares que en otros, pero en ninguno fue destruido por entero excepto en la


[*] Los miembros del Gobierno Provisional francés. (N. de la Edit.)

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orilla izquierda del Rin. Esta nobleza feudal, numerosísima y, en parte, riquísima, estaba considerada oficialmente el primer «estamento» del país. Nutría de altos funcionarios el Gobierno y casi totalmente de jefes y oficiales el ejército.

La burguesía de Alemania estaba muy lejos de ser tan rica y estar tan concentrada como la de Francia o Inglaterra. Las viejas manufacturas de Alemania fueron destruidas por el empleo del vapor y por la supremacía, en rápida expansión, de las manufacturas inglesas; las otras manufacturas, más modernas, fundadas bajo el sistema continental de Napoleón[4] en otras regiones del país, no compensaban la pérdida de las viejas ni eran suficientes para proporcionar a la industria una influencia tan poderosa que forzase a los gobiernos a satisfacer sus demandas, con tanto mayor motivo que estos gobiernos miraban con recelo todo aumento de la riqueza y el poder de los que no procedían de la nobleza. Si bien es cierto que Francia había mantenido venturosamente sus manufacturas sederas a través de cincuenta años de revoluciones y guerras, no lo es menos que Alemania, en el mismo período, perdió todas sus viejas tejedurías de lino. Además, los distritos manufactureros eran pocos y estaban alejados unos de otros. Situados en el interior del país, utilizaban en la mayoría de los casos para su exportación e importación puertos extranjeros, holandeses o belgas, de manera que tenían pocos o ningunos intereses comunes con las grandes ciudades portuarias del mar del Norte o Báltico; eran sobre todo, incapaces de constituir grandes centros industriales y comerciales como París, Lyón, Londres y Manchester. Las causas de ese atraso de las manufacturas alemanas eran muchas, pero basta con mencionar dos para explicarlo: la desventajosa situación geográfica del país, alejado del Atlántico, que se había convertido en la gran ruta del comercio mundial, y las continuas guerras en que Alemania se veía envuelta y han tenido por teatro su territorio desde el siglo XVI hasta nuestros días. La escasez numérica y, particularmente, la falta de concentración alguna es lo que ha impedido a las clases medias alemanas alcanzar la supremacía política que la burguesía inglesa viene gozando desde 1688 y que la francesa conquistó en 1789. No obstante, la riqueza, y con ella la importancia política de la clase media de Alemania, ha venido aumentando constantemente a partir de 1815. Los gobiernos, si bien muy a pesar suyo, se han visto obligados a tener en cuenta los intereses materiales, al menos los más inmediatos, de la burguesía. Se puede incluso afirmar a ciencia cierta que cada partícula de influencia política otorgada a la burguesía por las constituciones de los pequeños Estados luego arrebatada durante los dos períodos de reacción política que mediaron entre 1815 y 1830 y entre 1832 y 1840 era

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compensada con la concesión de alguna ventaja más práctica. Cada derrota política de la clase media reportaba luego una victoria en el campo de la legislación comercial. Y, por cierto, la tarifa proteccionista prusiana de 1818[5] y la formación de la Zollverein[6] dieron mucho más a los comerciantes y manufactureros de Alemania que el dudoso derecho de expresar en las cámaras de algún diminuto ducado su desconfianza de los ministros que se reían de sus votos. Así, pues, con el aumento de la riqueza y la extensión del comercio, la burguesía alcanzó pronto el nivel en que el desarrollo de sus intereses más importantes se veía frenado por el régimen político del país, por su división casual entre treinta y seis príncipes con apetencias y caprichos opuestos; por las trabas feudales que atenazaban la agricultura y el comercio relacionado con ella; y por la fastidiosa supervisión a que la burocracia, ignorante y presuntuosa, sometía todas las transacciones. Al propio tiempo, la extensión y consolidación de la Zollverein, la introducción general del transporte a vapor y el aumento de la competencia en el comercio interior unieron más a las clases comerciantes de los distintos Estados y provincias, igualaron sus intereses y centralizaron su fuerza. La consecuencia natural fue el paso en masa de todos ellos al campo de la oposición liberal y la victoria en la primera batalla seria de la clase media alemana por el poder político. Este cambio puede datarse desde 1840, cuando la burguesía de Prusia asumió la dirección del movimiento de la clase media alemana. En adelante volveremos a tratar de este movimiento de la oposición liberal de 1840-1847.

Las grandes masas de la nación, que no pertenecían ni a la nobleza ni a la burguesía, constaban, en las ciudades, de la clase de los pequeños artesanos y comerciantes, y de los obreros, y en el campo, de los campesinos.

La clase de los pequeños artesanos y comerciantes es numerosísima en Alemania debido al escaso desarrollo que los grandes capitalistas e industriales han tenido como clase en este país. En las mayores ciudades constituye casi la mayoría de la población, y en las pequeñas predomina totalmente debido a la ausencia de competidores ricos que se disputen la influencia. Esta clase, una de las más importantes en todo organismo político moderno y en toda moderna revolución, es más importante aún en Alemania, donde ha desempeñado generalmente la parte decisiva en las recientes luchas. Su posición intermedia entre la clase de los capitalistas, comerciantes e industriales, más grandes, y el proletariado, u obreros fabriles, es la que determina su carácter. Aspira a alcanzar la posición de la primera, pero el mínimo cambio desfavorable de la fortuna hace descender a los de esta

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clase a las filas de la última. En los países monárquicos y feudales, la clase de los pequeños artesanos y comerciantes necesita para su existencia los pedidos de la corte y la aristocracia; la pérdida de estos pedidos puede arruinarlos en gran parte. En las ciudades pequeñas son la guarnición militar, la diputación provincial y la Audiencia con la caterva que arrastran los que forman muy a menudo la base de su prosperidad; si se retira todo esto, los tenderos, los sastres, los zapateros y los carpinteros vendrán a menos. Así pues, están siempre oscilando entre la esperanza de entrar en las filas de la clase más rica y el miedo de verse reducidos al estado de proletarios o incluso de mendigos; entre la esperanza de asegurar sus intereses, conquistando una participación en los asuntos públicos, y el temor de provocar con su inoportuna oposición la ira del gobierno, del que depende su propia existencia, ya que está en la mano de él quitarle sus mejores clientes; posee muy pocos medios, y la inseguridad de su posesión es inversamente proporcional a la magnitud de los mismos; por todo lo dicho, esta clase vacila mucho en sus opiniones. Humilde y lacayuna ante los poderosos señores feudales o el gobierno monárquico, se pasa al lado del liberalismo cuando la clase media está en ascenso; tiene accesos de virulenta democracia tan pronto como la clase media se ha asegurado su propia supremacía, pero cae en la más abyecta cobardía tan pronto como la clase que está por debajo de ésta, la de los proletarios, intenta un movimiento independiente. A lo largo de nuestra exposición veremos cómo en Alemania esta clase ha pasado alternativamente de uno de estos estados a otro.

La clase obrera de Alemania ha quedado atrasada en su desarrollo social y político con respecto la clase obrera de Inglaterra y Francia en la misma medida en que la burguesía alemana se ha quedado rezagada de la burguesía de estos países. El criado es como el amo. La evolución en las condiciones de existencia de una clase proletaria numerosa, fuerte, concentrada e inteligente va de la mano del desarrollo de las condiciones de existencia de una clase media numerosa, rica, concentrada y poderosa. E1 movimiento obrero por sí mismo jamás es independiente, jamás lo es de un carácter exclusivamente proletario a menos que todas las fracciones diferentes de la clase media y, particularmente, su fracción más progresiva, la de los grandes fabricantes, haya conquistado el poder político y rehecho el Estado según sus demandas. Entonces se hace inevitable el conflicto entre el patrono y el obrero y ya no es posible aplazarlo más; entonces no se puede seguir entreteniendo a los obreros con esperanzas ilusorias y promesas que jamás se han de cumplir; el gran problema del siglo XIX, la abolición del proletariado, es al fin planteado con toda claridad. Ahora,

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en Alemania, la mayoría de la clase obrera tiene trabajo, pero no en las fábricas de los magnates de tipo contemporáneo, representados en Gran Bretaña por especies tan espléndidas, sino por pequeños artesanos que tienen por todo sistema de producción meros vestigios de la Edad Media. Y lo mismo que existe una gran diferencia entre el gran señor del algodón, por una parte, y el pequeño zapatero o sastre, por otra, hay la misma distancia entre el obrero fabril despierto e inteligente de las modernas Babilonias industriales y el corto oficial de sastre o ebanista de una pequeña ciudad provincial en la que las condiciones de vida y el carácter del trabajo han sufrido sólo un ligero cambio en comparación con lo que eran cinco siglos antes para la gente de esta categoría. Esta ausencia general de condiciones modernas de vida y de modernos tipos de producción industrial iba acompañada naturalmente por una ausencia casi tan general de ideas contemporáneas; por eso no tiene nada de extraño que, al comienzo de la revolución, gran parte de los obreros reclamara inmediatamente el restablecimiento de los gremios y de las privilegiadas industrias de oficios medievales. Y aun así, merced a la influencia de los distritos manufactureros, en los que predominaba el moderno sistema de producción y, en consecuencia, de las facilidades de intercomunicación y desarrollo mental brindadas por la vida errante de gran número de obreros, entre ellos se formó un gran núcleo cuyas ideas sobre la liberación de su clase se distinguían por una claridad incomparablemente mayor y más acorde con los hechos existentes y necesidades históricas; pero eran sólo una minoría. Si el movimiento activo de la clase media puede datarse desde 1840, el de la clase obrera comienza por las insurrecciones de los obreros fabriles de Silesia y Bohemia en 1844[7] y no tardaremos en tener ocasión de pasar revista a las diferentes fases por las que ha pasado este movimiento.

Por último, estaba la gran clase de los pequeños arrendatarios, de los campesinos, que constituyen con su apéndice, los jornaleros agrícolas, una mayoría considerable de toda la nación. Pero esta clase se subdivide a su vez en diversos grupos. Vemos, primero a los campesinos más acomodados, llamados en Alemania Gross- y Mittelbauern[*], propietarios de tierras más o menos extensas, y cada uno de ellos utiliza los servicios de varios obreros agrícolas. Esta clase, colocada entre los grandes propietarios feudales de la tierra, eximida del pago de contribuciones, y los pequeños campesinos y obreros agrícolas, por razones obvias, se encontraron en alianza con la burguesía urbana antifeudal. Segundo, vemos a los pequeños campesinos propietarios que predominan en la provincia


[*] Campesinos ricos y medios. (N. de la Edit.)

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del Rin, donde el feudalismo sucumbió bajo los poderosos golpes de la Gran Revolución Francesa. Pequeños campesinos propietarios e independientes similares existían asimismo en algunas partes de otras provincias, donde habían logrado redimir las cargas feudales que vinculaban sus tierras. No obstante, esta clase era de propietarios libres sólo nominalmente, pues su propiedad había sido, por lo común, hipotecada y, además, en condiciones tan onerosas que no era el campesino, sino el usurero que había prestado el dinero el propietario real de la tierra. Tercero, los campesinos adscritos a la gleba, que no podían ser desahuciados con facilidad de sus parcelas, pero que estaban obligados a pagar al terrateniente una renta constante o ejecutar a perpetuidad un trabajo para el señor. Por último, existían obreros agrícolas cuyas condiciones, en muchas grandes haciendas, eran exactamente iguales que las de la misma clase en Inglaterra y que, en todo caso, vivían y morían pobres, mal alimentados y esclavos de sus amos. Antes de la revolución, estas tres últimas clases de la población rural: los pequeños propietarios libres, los campesinos adscritos a la gleba y los obreros agrícolas jamás se calentaban la cabeza con la política, pero, sin duda, este acontecimiento tenía que abrirles un nuevo sendero, lleno de brillantes perspectivas. La revolución ofrecía ventajas a cada uno de ellos, y era de esperar que el movimiento, una vez comenzado y desplegado, los incorporase a su vez a todos ellos. Pero, al mismo tiempo, es completamente evidente, e igualmente confirmado por la historia de todos los países modernos, que la población agrícola, debido a su dispersión en gran extensión y a la dificultad de que llegue a ponerse de acuerdo una porción considerable de ella, jamás puede emprender ningún movimiento independiente con éxito; requiere el impulso inicial de la población más concentrada, más ilustrada y de más movimiento de las ciudades.

El breve esbozo precedente de las clases más importantes que, en conjunto, formaban la nación alemana en el momento del estallido de los recientes movimientos, será suficiente para explicar una gran parte de la incoherencia, la incongruencia y la contradicción aparente que predominaban en este movimiento. Cuando intereses tan dispares, tan contradictorios y tan extrañamente encontradizos entran en violenta colisión; cuando estos intereses en pugna de cada distrito o provincia se mezclan en distintas proporciones; cuando, sobre todo, en el país no hay ningún centro importante, un Londres o un París, cuyas decisiones pudieran, por su peso, eximir al pueblo de la necesidad de ventilar cada vez de nuevo el mismo conflicto mediante la lucha en cada localidad, ¿qué otra cosa se puede esperar sino la dispersión de la lucha en un sinfín de combates desligados en los que se

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derrama una enormidad de sangre y se gastan infinitas energías y capital sin ningún resultado decisivo?

El desmembramiento político de Alemania en tres docenas de principados más o menos importantes se explica igualmente por la confusión y multiplicidad de los elementos que constituyen la nación y, encima, son distintos en cada localidad. Donde no hay intereses comunes, no puede haber unidad de objetivos y menos aún de acción. La Confederación alemana[8], es cierto, fue declarada indisoluble por los siglos de los siglos; no obstante, la Confederación y su órgano, la Dieta[9], jamás han representado la unidad alemana. El grado supremo a que llegó la centralización en Alemania fue la Zollverein; esta Liga obligó a los Estados del Mar del Norte a formar su propia Liga arancelaria[10], en tanto que Austria seguía protegiéndose con sus aranceles prohibitivos. Así pues, Alemania estaba satisfecha de su división, para todo objetivo práctico, sólo en tres poderes independientes en lugar de treinta y seis. Naturalmente, la supremacía decisiva del zar ruso[*], establecida en 1814, no sufrió por ello cambio alguno.

Tras de exponer estas conclusiones previas, sacadas de nuestras premisas, veremos en el siguiente artículo cómo las diversas clases antemencionadas del pueblo alemán se pusieron en movimiento, una tras otra, y el carácter que este movimiento adquirió al estallar la revolución francesa de 1848.

Londres, septiembre de 1851

 

II

EL ESTADO PRUSIANO

El movimiento político de la clase media, o de la burguesía, en Alemania, puede datarse desde 1840. Fue precedido por síntomas que muestran que la clase adinerada e industrial de este país maduró hasta el punto de no poder mantenerse por más tiempo apática y pasiva a la presión de la monarquía semifeudal y semiburocrática. Los príncipes de menos importancia de Alemania fueron concediendo uno tras otro constituciones de carácter más o menos liberal, en parte para asegurarse mayor independencia frente a la supremacía de Austria y Prusia o frente a la influencia de la nobleza en sus propios Estados, en parte con el fin de consolidar en un todo las provincias dispersas que había unido bajo su gobernación el Congreso de Viena[11]. Y podían hacerlo sin el menor peligro para sí mismos; pues si la Dieta de la Confe-


[*] Alejandro I. (N. de la Edit.)

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deración, mero títere de Austria y Prusia, hubiese atentado contra su independencia como soberanos, sabían que contaban con el apoyo de la opinión pública y de las Cámaras para oponerse a los dictados de aquélla; y si, por el contrario, las Cámaras resultaban demasiado fuertes, los príncipes podían aprovechar el poder de la Dieta para romper toda oposición. Las instituciones constitucionales de Baviera, Würtemberg, Baden o Hannover no podían, en esas circunstancias, dar un impulso a ninguna lucha seria por el poder político y, por eso, la gran mayoría de la clase media alemana se mantuvo en general al margen de las pequeñas discordias que surgían en las asambleas legislativas de los pequeños Estados, dándose perfecta cuenta de que sin un cambio cardinal de la política y de la estructura de los dos grandes poderes de Alemania, todos los esfuerzos y victorias secundarias no tendrían el menor resultado. Pero, al mismo tiempo, de esas pequeñas asambleas surgió toda una grey de abogados liberales, representantes profesionales de la oposición; los Rotteck, los Welcker, los Roemer, los Jordan, los Stüve, los Eisenmann, todos esos grandes «hombres populares» (Volksmänner) que, después de una oposición más o menos ruidosa, pero siempre desafortunada, de veinte años, fueron elevados a la cumbre del poder por la oleada revolucionaria de 1848, y luego, cuando mostraron su total ineptitud e insignificancia, fueron destituidos en un instante. Ellos fueron los primeros modelos de políticos y oposicionistas profesionales en Alemania; con sus discursos y escritos habían familiarizado el oído alemán con el lenguaje del constitucionalismo y, con ello, vaticinaban la llegada de un tiempo en que la burguesía caería en la cuenta y devolvería el auténtico sentido a las frases políticas que esos parlanchines abogados y catedráticos tenían la costumbre de emplear sin entender gran cosa su verdadero significado.

La literatura alemana ha sentido también la influencia de la agitación política en que los acontecimientos de 1830[12] lanzaron a toda Europa. Casi todos los escritores de ese período predicaban un constitucionalismo inmaduro o un republicanismo más inmaduro aún. Fueron adquiriendo más y más la costumbre, sobre todo los escritorcillos de menos categoría, de llenar la falta de talento en sus obras con alusiones políticas capaces de llamar la atención del público. Las poesías, las novelas,las reseñas, los dramas, en suma, todos los géneros de creación literaria rebosaban de lo que se dio en llamar «tendencia», es decir, exposiciones más o menos tímidas de espíritu antigubernamental. Para completar la confusión de ideas que reinaba en Alemania después de 1830, estos elementos de oposición política se entremezclaron con recuerdos universitarios mal asimilados de filosofía alemana

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y fragmentos mal entendidos de socialismo francés, particularmente de sansimonismo; y la pandilla de escritores que propagaba este conglomerado heterogéneo de ideas se denominó presuntuosamente a sí misma «Joven Alemania» o «Moderna Escuela»[13]. Posteriormente se arrepintieron de sus pecados juveniles, mas sin mejorar su estilo literario.

Por último, la filosofía alemana, que es el exponente más complicado, pero, a la vez, más seguro del desarrollo del pensamiento alemán, se puso de parte de la clase media cuando Hegel declaró en su Filosofía del Derecho que la monarquía constitucional es la forma final y más perfecta de gobierno. Dicho con otras palabras, Hegel anunció que se aproximaba el advenimiento de la clase media del país al poder político. Muerto Hegel, su escuela no se detuvo ahí. Mientras la parte más avanzada de sus adeptos, por un lado, sometió toda creencia religiosa a la prueba de una crítica rigurosa y conmovió hasta los cimientos el vetusto edificio del cristianismo, planteó al mismo tiempo principios políticos más audaces en comparación con los que hasta entonces eran del dominio del oído alemán e intentó restablecer la gloriosa memoria de los héroes de la primera revolución francesa. El oscuro lenguaje filosófico en que iban envueltas esas ideas ofuscaba el entendimiento tanto del literato como del lector, en cambio cegaba por completo al censor, y por eso los «Jóvenes Hegelianos» gozaban de una libertad de prensa desconocida en cualquier otra rama de la literatura.

Así, era evidente que en la opinión pública de Alemania se estaba operando un gran cambio. La inmensa mayoría de las clases cuya educación o posición en la vida les permitía, bajo la monarquía absoluta, adquirir alguna información política y formarse algo así como una opinión política independiente, se aunó paulatinamente en un poderoso sector de oposición al sistema existente. Al emitir su juicio sobre la lentitud del desarrollo político en Alemania, nadie podía perder de vista cuán difícil era tener una información certera sobre cualquier problema en un país en el que todas las fuentes de noticias estaban intervenidas por el gobierno y donde, en ninguna esfera, desde las escuelas para los pobres y las escuelas dominicales hasta los periódicos y las universidades, nada se decía, nada se enseñaba, nada se imprimía o publicaba que no hubiera sido aprobado previamente. Tomemos, por ejemplo, a Viena. Los habitantes de esta capital, que no se quedan detrás, en cuanto a aptitud para el trabajo y la producción industrial, de nadie de Alemania, y por la viveza de inteligencia, coraje y energía revolucionaria han demostrado estar muy por encima de todos, han resultado ser más ignorantes de la comprensión de sus verdaderos intereses y han cometido

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durante la revolución más errores que los demás. Y eso ha sido debido en gran parte a la ignorancia casi absoluta de los problemas políticos más simples en que el Gobierno de Metternich ha logrado tenerlos.

No hacen falta más explicaciones del por qué, bajo ese sistema, la información política era casi un monopolio exclusivo de esas clases de la sociedad que podían pagar el paso de esta información de contrabando a su país, sobre todo de esos cuyos intereses eran más dañados por el estado existente de las cosas, a saber, de las clases industriales y comerciales. Por eso fueron los primeros en unir sus fuerzas contra la continuación del absolutismo más o menos disfrazado, y el tiempo de su paso a las filas de la oposición debe datarse por el comienzo del movimiento revolucionario real en Alemania.

El pronunciamiento de la oposición de la burguesía alemana debe fecharse en 1840, año de la defunción del rey anterior de Prusia[*], el último fundador superviviente de la Santa Alianza[14]. Del nuevo rey se sabía que no era partidario de la monarquía predominantemente burocrática y militar de su padre. La burguesía alemana esperaba, en cierta medida, obtener de Federico Guillermo IV de Prusia lo que la clase media francesa había esperado de la coronación de Luis XVI. Todos convenían en que el viejo sistema estaba podrido, había fracasado y debía ser demolido; y lo que se había soportado en silencio bajo el viejo rey, ahora se declaraba intolerable en voz alta.

Pero si Luis XVI, «Louis le Désiré», era un simplón ordinario sin pretensiones, consciente a medias de su nulidad, una persona sin ideas determinadas que se regía principalmente por las costumbres contraídas durante su educación, «Federico Guillermo el Deseado» era totalmente distinto. Era, por cierto, más débil de carácter que su original francés, pero tenía pretensiones y opiniones propias. Había aprendido por sí mismo, como aficionado, los rudimentos de la mayoría de las ciencias, y por eso se creía lo suficiente instruido para considerar que su juicio era definitivo en todos los casos. Estaba convencido de que era un orador de primera clase, y, por cierto, en Berlín no había ni un viajante de comercio que pudiera aventajarle en prolijidad de presunto ingenio y torrente de elocuencia. Pero lo que tiene más importancia es que poseía opiniones propias. Odiaba y desdeñaba el elemento burocrático de la monarquía prusiana, mas sólo porque todas sus simpatías estaban del lado del elemento feudal. Uno de los fundadores y figuras principales del Berliner politisches Wochenblatt[15], de la denominada Escuela Histórica[16] (escuela que se


[*] Federico Guillermo III. (N. de la Edit.)

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nutría de las ideas de Bonald, De Maistre y otros escritores de la primera generación de legitimistas franceses[17]) aspiraba a la restauración más completa posible de la situación predominante de la nobleza en la sociedad. El rey, que es el primer noble de su reino, está rodeado, ante todo, de una corte brillante, de vasallos poderosos, príncipes, duques y condes, y luego de una nobleza inferior numerosa y rica; reina a su propio albedrío sobre sus ciudadanos y campesinos, siendo así él mismo el cabeza de una jerarquía acabada de categorías o castas sociales, cada una de las cuales debe gozar de sus privilegios particulares y estar separada de los demás por una barrera casi insorteable de nacimiento o posición social sólida e inalterable; con la particularidad de que la fuerza e influencia de todas estas castas o «estamentos del reino» debían contrarrestarse al propio tiempo de manera que el rey tuviese completa libertad de acción: ése era el beau idéal[*] que Federico Guillermo IV se propuso realizar y está procurando hacerlo hasta el momento presente.

Se necesitó cierto tiempo para que la burguesía prusiana, no muy versada en cuestiones teóricas, viese el verdadero alcance de los propósitos del rey. Pero notó muy pronto su propensión: lo diametralmente opuesto de lo que ella quería. Tan pronto como la muerte del rey padre «desató la lengua» al nuevo rey, éste comenzó a proclamar sus intenciones en innumerables discursos. Y cada discurso, cada acto suyo, le iba restando más y más las simpatías de la clase media. Esto no le hubiera importado mucho de no haber existido varios hechos inexorables y alarmantes que le interrumpían los sueños poéticos. Desgraciadamente, este romanticismo está reñido con las cuentas, y el feudalismo, desde los tiempos aún de Don Quijote, ¡siempre las ha hecho sin el amo! Federico Guillermo IV aprendió demasiado bien el desdén por la moneda contante y sonante que fue desde antiguo el rasgo hereditario más noble de los descendientes de los cruzarlos. Cuando subió al trono encontró un sistema gubernamental organizado con economía si bien caro, y un tesoro estatal moderadamente lleno. En dos años se gastó hasta el último centavo de los excedentes en festejos de la corte, viajes reales, regalos, subvenciones a los nobles necesitados, arruinados y codiciosos, etc., y las contribuciones ordinarias ya no bastaban para cubrir las demandas ni de la corte ni del gobierno. Así, Su Majestad se vio muy pronto atenazado entre el déficit evidente, por un lado, y la ley de 1820, por el otro, según la cual toda emisión injustificada de un nuevo empréstito o todo aumento de los impuestos existentes era ilegal sin el asenso de la «futura repre-


[*] Bello ideal. (N. de la Edit.)

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sentación del pueblo». Esta representación no existía; el nuevo rey estaba aún menos inclinado que su padre a crearla; y si lo hubiera estado, sabía que la opinión pública había cambiado asombrosamente desde su entronización.

Efectivamente, la clase media, que, en parte, esperaba que el nuevo rey promulgase inmediatamente la Constitución y proclamase la libertad de prensa, el ejercicio de la justicia por tribunales de jurados, etc., etc., que proclamaría, en suma, él mismo la revolución pacífica que necesitaba la burguesía para alcanzar el poder político, las clases medias habían visto su error y se volvían ferozmente contra el rey. En la provincia del Rin y, más o menos generalmente, en toda Prusia, estaban tan desesperadas que, al experimentar en su propio medio falta de gentes capaces de representarlas en la prensa, fueron incluso a una alianza con la dirección filosófica extrema de que ya hemos hablado antes. El fruto de esta alianza era la Rheinische Zeitung[18], que se publicaba en Colonia. Si bien la clausuraron a los quince meses de su fundación, puédese considerar, sin embargo, que este diario fue el que dio comienzo a la prensa periódica en Alemania. Esto fue en 1842.

El pobre rey, cuyas dificultades monetarias eran la sátira más rabiosa de sus propensiones medievales, no tardó en ver que no podía seguir gobernando sin hacer algunas pequeñas concesiones a la exigencia general de «Representación del Pueblo» que, como último remanente de las promesas, hacía tiempo olvidadas, de 1813 y 1815, figuraban en la ley de 1820. El rey estimaba que el modo menos desagradable de cumplir los preceptos de esta incómoda ley era convocar comités permanentes de las Dietas provinciales. Las Dietas provinciales fueron instituidas en 1823. Estaban compuestas en cada una de las ocho provincias del reino por: 1) la nobleza superior de las familias que fueron soberanas en el Imperio alemán, cuyos cabezas habían sido miembros de la Dieta estamental por derecho de nacimiento; 2) representantes de los caballeros o nobleza inferior; 3) representantes de las ciudades; y 4) diputados de los campesinos o de la clase de los pequeños labriegos. Todo estaba arreglado de manera que, en cada provincia, las dos secciones de la nobleza tuvieran siempre mayoría en la Dieta. Cada una de estas ocho Dietas provinciales elegía un comité, y estos ocho comités eran llamados ahora a Berlín para formar una asamblea representativa que debía votar el empréstito tan deseado. Se declaró que el Tesoro estaba lleno, y que el empréstito no se necesitaba para cubrir las demandas corrientes, sino para construir un ferrocarril estatal. Pero los Comités unidos[19] dieron al rey una negativa rotunda, declarándose incompetentes para obrar como representantes del pueblo

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y reclamaron de Su Majestad que cumpliese la promesa de promulgar la Constitución representativa que había dado su padre cuando solicitó la ayuda del pueblo contra Napoleón.

La sesión de los Comités unidos mostró que el espíritu de oposición ya no afectaba sólo a la burguesía. A ésta se había adherido una parte de los campesinos, y muchos nobles, que eran a la vez grandes agricultores en sus propiedades, trataban con cereales, lana, alcohol y lino, y, por lo mismo, necesitaban las mismas garantías contra el absolutismo, la burocracia y la restauración feudal, se habían pronunciado igualmente contra el gobierno en pro de una Constitución representativa. El plan del rey fracasó por completo; el rey no recibió ni un céntimo y acrecentó la fuerza de la oposición. Las sesiones siguientes de las Dietas provinciales fueron aún más desfavorables para el rey. Todas reclamaron reformas, el cumplimiento de las promesas de 1813 y 1815, la Constitución y la libertad de prensa; a este efecto, las resoluciones respectivas de algunas de ellas fueron redactadas en términos bastante irrespetuosos; las respuestas airadas del rey exasperado empeoraron más aún la situación.

Entretanto, las dificultades financieras del gobierno fueron en aumento. La reducción de las asignaciones con destino a diversos servicios públicos, las transacciones fraudulentas relacionadas con el «Seehandlung»[20], establecimiento comercial que especulaba y traficaba a cuenta y riesgo del Estado y funcionaba hacía ya tiempo como agente financiero suyo, había bastado para guardar las apariencias de solvencia; el aumento de la emisión de papel moneda había proporcionado algunos recursos; y el secreto de la situación financiera, en general, había sido bien guardado. Pero las posibilidades para todos estos subterfugios se agotaron pronto. Entonces se intentó otro plan: abrir un banco con capital facilitado en parte por el Estado y, en parte, por accionistas privados; la dirección principal debía pertenecer al Estado, es decir, debía estar organizada de manera que el gobierno pudiera tomar de los fondos de este banco grandes sumas y, de esa manera, repetir las operaciones fraudulentas que ya no podía hacer con el «Seehandlung». Mas, por supuesto, no había capitalistas que desearan entregar su dinero en esas condiciones. Hubo que rehacer los estatutos del banco y garantizar la propiedad de los accionistas contra los atentados del fisco antes de que se abriera la suscripción a las acciones. Cuando, de esa manera, fracasó también ese plan, no quedó otro recurso que intentar obtener un empréstito, claro que en el caso de que se encontrasen capitalistas que prestasen su dinero sin exigir el acuerdo y la garantía de esta misteriosa «futura representación del pueblo». Se apeló a Rothschild, pero éste declaró que si el empréstito estaba garantizado por la «representación del pue-

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blo», lo daría en el acto; en caso contrario, no podría hacer nada por la transacción.

Así se desvaneció toda esperanza de obtener dinero, y no había posibilidad de eludir la fatal «representación del pueblo». La negativa de Rothschild se conoció en el otoño de 1846, y en febrero del año siguiente el rey convocó a las ocho Dietas provinciales en Berlín para hacer de ellas una «Dieta Unida»[21]. La tarea de esta Dieta consistía en cumplir los preceptos de la ley de 1820 en caso de necesidad, a saber: votar los empréstitos y los nuevos impuestos, pero sin ningún otro derecho. Su voz en cuanto a las cuestiones de la legislación general debía ser puramente consultiva; no debía convocarse en períodos fijos, sino siempre y cuando le placiese al rey: podía tratar sólo las cuestiones que se le ocurriese plantear al gobierno. Los diputados de la Dieta, por supuesto, estaban muy insatisfechos del papel que se les concedía. Reiteraron sus deseos, que ya habían expresado en las asambleas de las provincias; las relaciones entre ellos y el gobierno no tardaron en enconarse, y cuando se les volvió a pedir el empréstito para construir el ferrocarril, se negaron de nuevo a darlo.

Esta votación dio en seguida lugar a la clausura de la asamblea. El rey, cuya exasperación subía de punto, disolvió la Dieta, expresando a los diputados su descontento, pero se quedó, no obstante, sin dinero. Y en efecto, tenía razón de sobra para alarmarse de su situación, al ver que la Liga Liberal, encabezada por las clases medias, a las que se habían adherido gran parte de la nobleza inferior y elementos descontentos de todo género, agrupados en diversos sectores de los estamentos bajos, estaba dispuesta a conseguir lo que se proponía. En vano el rey había declarado en el discurso inaugural que jamás otorgaría una Constitución en el moderno sentido de la palabra. La Liga Liberal insistía en que se promulgase esa Constitución representativa, moderna y antifeudal, con todas sus consecuencias: la libertad de prensa, los tribunales de jurados, etc., dando a entender que, hasta que no la recibiese, no accedería a prestar ni un céntimo. Una cosa estaba clara: que las cosas no podían ir más allá de esa manera y que una de las partes debía ceder o la cosa llegaría a una ruptura, a una lucha sangrienta. Y las clases medias sabían que se encontraban en el umbral de la revolución y se preparaban para ella. Querían asegurarse por todos los medios a su alcance el apoyo de la clase obrera de las ciudades y de los campesinos en las zonas rurales, y es bien sabido que a fines de 1847 entre la burguesía apenas podía encontrarse una figura política eminente que no se proclamase a sí misma «socialista» para ganarse las simpatías de la clase proletaria. No tardaremos en ver a estos «socialistas» actuando.

Esta celosa propensión de la burguesía dirigente a imprimir

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a su movimiento, al menos, una apariencia de socialismo, fue debida al gran cambio que se había operado en la clase obrera de Alemania. A partir de 1840, una parte de los obreros alemanes que habían estado en Francia y Suiza, se había familiarizado más o menos con las nociones rudimentarias del socialismo y el comunismo extendidas entre los obreros franceses. El creciente interés que se tenía desde 1840 por esas ideas en Francia, puso también de moda el socialismo y el comunismo en Alemania, y ya desde 1843 en todos los periódicos se discutían cuestiones sociales. Poco después, en Alemania se formó una escuela socialista cuyas ideas se distinguían más por la oscuridad que por la novedad; sus esfuerzos principales consistían en traducir del francés a la embrollada lengua de la filosofía alemana[22] el fourierismo, el sansimonismo y otras doctrinas. Aproximadamente por este tiempo se formó la escuela comunista alemana, que se distingue radicalmente de esa secta.

En 1844 estalló la insurrección de los tejedores de Silesia, seguida de la de los estampadores textiles de Praga. Estas insurrecciones, que fueron reprimidas con saña y no iban contra el gobierno, sino contra los patronos, produjeron honda impresión y dieron nuevo estímulo a la propaganda socialista y comunista entre los obreros. El mismo efecto tuvieron los motines del pan durante el año de hambre de 1847. En suma, lo mismo que la oposición constitucional agrupó en torno a su bandera al grueso de las clases propietarias (a excepción de los grandes terratenientes feudales), la clase obrera de las grandes ciudades vio el medio para su emancipación en las doctrinas socialistas y comunistas, si bien, bajo las leyes de prensa existentes, sólo podía ponerlas en conocimiento suyo en muy pequeño grado. No podía esperarse que los obreros tuvieran ideas muy claras de lo que querían: lo único que sabían era que el programa de la burguesía constitucional no contenía todo lo que ellos deseaban y que sus demandas no encajaban del todo en el marco de las ideas del constitucionalismo.

En Alemania no existía a la sazón un partido republicano aparte. La gente era o monárquica constitucional, o socialista y comunista más o menos claramente definida.

Con tales elementos, la menor colisión debía provocar una gran revolución. En tanto la alta nobleza, los altos funcionarios y los jefes militares eran el único apoyo seguro del sistema existente; en tanto la nobleza inferior, las clases medias comerciales e industriales, las universidades, los maestros de escuela de todas las categorías e incluso parte de las filas inferiores de la burocracia y de la oficialidad del ejército se habían unido contra el gobierno, en tanto además, se contaban las masas descontentas de campesinos y proletarios de las grandes ciudades, masas que por entonces aún apoyaban a la oposición liberal, pero que ya hablaban de extraña

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manera de sus intenciones de tomar las cosas en sus manos; en tanto la burguesía estaba dispuesta a derrocar el gobierno, y los proletarios se estaban preparando para derrocar a la burguesía en su hora, el gobierno persistía tenaz en el rumbo que debía llevar a la colisión. Alemania se encontraba, a comienzos de 1848, ante el umbral de la revolución, y esta revolución habría estallado indudablemente incluso en el caso de que no la hubiese acelerado la revolución de febrero en Francia.

En el artículo siguiente veremos los efectos que la revolución de París causó en Alemania.

Londres, septiembre de 1851

 

III

LOS OTROS ESTADOS ALEMANES

En nuestro artículo anterior nos limitamos casi exclusivamente al Estado que, entre 1840 y 1848, fue casi el más importante del movimiento en Alemania: el de Prusia. Lancemos, no obstante, una rápida ojeada a otros Estados de Alemania en este mismo período.

Por lo que se refiere a los Estados pequeños, han pasado, desde el movimiento revolucionario de 1830, por la dictadura completa de la Dieta Unida, es decir, de Austria y Prusia. Por ilusorias que fuesen las diversas constituciones adoptadas como medio de defensa contra la arbitrariedad de Estados más grandes, para asegurar popularidad a sus autores coronados y la unidad a las asambleas heterogéneas de las provincias, formadas sin ningún principio rector por el Congreso de Viena, resultaron sin embargo, peligrosas en el tumultuoso período de 1830-1831 para el poder de los pequeños monarcas. Fueron derogadas casi totalmente. Lo que quedó de ellas era menos que una sombra y se requería la locuaz complacencia de un Welcker, un Rotteck o un Dahlmann para imaginar que se podía obtener algún resultado de esa sumisa oposición, mezclada con el vil reptilismo que se les permitía mostrar en las impotentes cámaras de esos pequeños Estados.

La parte más enérgica de la clase media de esos pequeños Estados abandonó, poco después de 1840, todas las esperanzas que ellas cifraran en el desarrollo del gobierno parlamentario de esas dependencias de Austria y Prusia. Y tan pronto como la burguesía prusiana y las clases aliadas a ella mostraron su seria resolución de luchar por el gobierno parlamentario de Prusia, se les permitió asumir la dirección del movimiento constitucional sobre toda la Alemania no austríaca. Es un hecho incontestable ahora que el

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núcleo de los constitucionalistas de Alemania Central que luego se salió de la Asamblea Nacional de Francfort y que, por el lugar de sus reuniones separadas, recibió el nombre de Partido de Gotha[23], discutió mucho antes de 1848 un plan que, con pequeñas modificaciones, propuso en 1849 a los representantes de toda Alemania. Aspiraba a la exclusión completa de Austria de la Confederación Alemana y al establecimiento de una nueva Confederación con una nueva ley fundamental y un Parlamento federal bajo la protección de Prusia y la incorporación de los Estados más pequeños a otros mayores. Todo eso debía llevarse a cabo en el momento en que Prusia ingresara en las filas de la monarquía constitucional, diese la libertad de prensa y aplicase una política independiente de Rusia y Austria, concediendo así a los constitucionalistas de los Estados pequeños la posibilidad de obtener un control real sobre sus gobiernos respectivos. El inventor de este esquema fue el catedrático Gervinus, de Heidelberg (Baden). Así, la emancipación de la burguesía prusiana debía ser la señal para la emancipación de las clases medias de Alemania en general y para la conclusión de una alianza, ofensiva y defensiva, tanto contra Rusia como contra Austria; pues Austria, como veremos ahora mismo, era tenida por un país enteramente bárbaro del que se sabía muy poco, y lo poco que se sabía no hacía honor a su población; Austria, pues, no era considerada parte esencial de Alemania.

Por cuanto a las otras clases de la sociedad de los Estados pequeños, seguían, con más o menos rapidez, los pasos de sus cofrades de Prusia. Los pequeños comerciantes estaban más descontentos cada día de sus respectivos gobiernos por el aumento de los impuestos, las restricciones de sus exiguos derechos políticos, de los que estaban tan ufanos de compararse con los «esclavos del despotismo» de Austria y Prusia. Pero, en su oposición, aún no se descubría nada lo suficiente determinado que pudiera destacarlos como partido independiente distinto del partido constitucionalista de la gran burguesía. El descontento entre los campesinos también aumentaba, pero era bien sabido que en tiempos tranquilos y pacíficos jamás propugnarían sus intereses ni adoptarían su posición como clase independiente, excepto los países donde estaba establecido el sufragio universal. La clase obrera, en los oficios y las industrias de las ciudades, comenzaba a contaminarse con la «ponzoña» del socialismo y el comunismo, pero eran pocas, fuera de Prusia, las ciudades de alguna importancia y aún menos los distritos industriales, por lo que el movimiento de los obreros, debido a la falta de centros de actividad y propaganda, se desarrollaba con mucha lentitud en los Estados pequeños.

Tanto en Prusia como en los Estados pequeños, la dificultad que existía para que se manifestase la oposición política promovió

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una original oposición religiosa que se expresaba en movimientos paralelos del catolicismo alemán y del Congregacionalismo Libre[24]. La historia nos brinda numerosos ejemplos de cómo en los países que gozan los bienes de una Iglesia Estatal y en que la discusión política está muy obstaculizada, la oposición profana y peligrosa contra el poder seglar se oculta tras una lucha más santificada y aparentemente más desinteresada contra el despotismo espiritual. Muchos gobiernos que no toleran la discusión de ninguno de sus actos lo pensarán bien antes de crear mártires y excitar el fanatismo religioso de las masas. Así pues, en 1845, se conceptuaba la religión parte inseparable del régimen de cada Estado de Alemania, ya se profesase la católica romana como la protestante o ambas a la vez. Y en cada uno de estos Estados, el clero de una de estas religiones o de las dos constituía una parte esencial del sistema burocrático del gobierno. Atacar la ortodoxia protestante o católica o al clero era tanto como atacar al propio gobierno. En cuanto a los católicos alemanes, su misma existencia era un ataque a los gobiernos católicos de Alemania, sobre todo de Austria y Baviera; y así lo entendían estos gobiernos. Los Congregacionalistas Libres, los disidentes protestantes, que tenían cierto parecido con los unitarios ingleses y norteamericanos[25], declaraban explícitamente su oposición a la tendencia ortodoxa clerical y rígida del rey de Prusia y de su ministro favorito del Departamento de Educación y Culto, señor Eichhorn. Las dos nuevas sectas, que se extendieron rápidamente durante cierto tiempo, la primera en las tierras católicas y la segunda en las protestantes, se distinguían únicamente por su diferencia de origen; en cuanto a sus doctrinas, coincidían exactamente en el importante punto de que todos los dogmas definidos carecían de consistencia. Esa falta de toda definición era su esencia genuina; decían que estaban erigiendo el gran templo bajo cuyas bóvedas se unirían todos los alemanes. Por tanto, en el aspecto religioso expresaban la segunda idea política del día, la idea de la unidad de Alemania; sin embargo, no podían ponerse de acuerdo entre ellos mismos.

La idea de la unidad de Alemania que las antemencionadas sectas procuraban llevar a cabo al menas en el terreno de la religión, inventando una religión común para todos los alemanes, amoldada especialmente a sus demandas, costumbres y gustos, esta idea se extendió efectivamente mucho, sobre todo en los Estados pequeños. Después de la disolución del Imperio alemán por Napoleón[26] el llamamiento a la unión de todos los disjecta membra[*] del cuerpo alemán fue la expresión general del descontento por el orden establecido de las cosas, máxime en los Estados pequeños, donde los


[*]Disjecta membra: miembros dispersos. (N. de la Edit.)

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gastos de la corte, de la administración y del ejército, en suma, el peso muerto de los impuestos, crecían en razón directa a la pequeñez y debilidad del Estado. Mas en el punto de lo que debía ser esa unidad de Alemania, cuando se llevase a efecto, eran dispares las opiniones de los partidos. La burguesía, que no quería grandes convulsiones revolucionarias, se satisfacía can lo que ya hemos visto que consideraba «viable», a saber, la unión de toda Alemania, excluida Austria, bajo la supremacía del gobierno constitucional de Prusia: y es seguro que por entonces no se podía hacer nada más sin provocar peligrosas tempestades. Los pequeños comerciantes, los artesanos y los campesinos, en la medida que el problema preocupaba a estos últimos, jamás llegaron a definirse con respecto a la unidad de Alemania, que reclamaron luego con tal griterío; unos cuantos soñadores, en su mayoría reaccionarios feudales, cifraban sus esperanzas en el restablecimiento del Imperio alemán; algunos ignorantes, lo ssoi-disant[*] radicales, admiradores de las instituciones suizas, que aún no habían conocido en la práctica y que, les decepcionó de manera tan ridícula, se pronunciaban por una república federal; había un solo partido extremo que, por entonces, se atrevía a propugnar la República Alemana[27], una e indivisible. Así pues, la unidad de Alemania era en sí un gran problema de desunión, de discordia y, en caso de ciertas eventualidades, incluso de guerra civil.

Resumiendo, la situación en Prusia y en los Estados pequeños de Alemania a fines de 1847 era la siguiente. La burguesía sentía su fuerza y se resolvió a no tolerar más tiempo las trabas con que el despotismo feudal y burocrático encadenaba sus transacciones comerciales, su productividad industrial y sus acciones comunes como clase; una parte de la nobleza rural se había convertido hasta tal punto en productora de artículos destinados exclusivamente al mercado que tenía los mismos intereses de la burguesía e hizo causa común con ella; la clase de los pequeños artesanos y comerciantes estaba descontenta por los impuestos y las barreras interpuestas en su negocio, pero aún no tenía ningún plan definido para esas reformas que pudieran asegurar su posición en la sociedad y en el Estado; los campesinos, oprimidos en algunos sitios por las exacciones feudales, y en otros por los prestamistas, los usureros y los leguleyos; los obreros de las ciudades habían sufrido el impacto del descontento general y odiaban tanto al gobierno como a los grandes capitalistas industriales y se dejaban contagiar por las ideas socialistas y comunistas. En suma, existía una masa heterogénea de elementos oposicionistas movidos por diversos intereses, pero más o menos dirigidos por la burguesía, a cuyas pri-


[*] Soi-disant: así llamados. (N. de la Edit.)

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meras filas marchaba de nuevo la burguesía de Prusia y, particularmente, de la provincia del Rin. Por otro lado, los gobiernos, que discrepaban en muchas cuestiones y desconfiaban los unos de los otros, particularmente del de Prusia, con cuya protección debían contar; en Prusia, rechazado el gobierno por la opinión pública y aun por parte de la nobleza, apoyado por el ejército y la burocracia, que cada día se contagiaba más de las ideas de la burguesía oposicionista y caía bajo el influjo de ésta, el gobierno que, encima de lo dicho, no tenía un céntimo en el más estricto sentido de la palabra y que no podía conseguir ni un céntimo para cubrir su creciente déficit sin entregarse a la discreción de la burguesía, a la cual tenía en contra. ¿Habrá tenido alguna vez la burguesía de cualquier otro país mejor situación en su lucha contra el gobierno establecido?

Londres, septiembre de 1851

 

IV

AUSTRIA

Veamos ahora a Austria, país que en marzo de 1848 estaba casi tan oculto de la vista de las naciones extranjeras como China antes de la última guerra con Inglaterra[28].

Por supuesto, aquí podemos examinar sólo la parte alemana de Austria. Los asuntos de la población polaca, húngara e italiana de Austria quedan fuera de nuestro tema, pero habremos de tratarlos luego en la medida en que influyeron desde 1848 en los destinos de los alemanes austríacos.

El Gobierno del príncipe Metternich se ha regido por dos principios: primero, tener sujeta a cada una de las diferentes naciones sometidas a la dominación austríaca mediante las otras naciones que se encuentran en la misma situación; segundo, y éste ha sido siempre el principio fundamental de las monarquías absolutas, apoyarse en dos clases, en los terratenientes feudales y en los grandes capitalistas de la bolsa, contrarrestando al mismo tiempo la influencia y el poder de cada una de estas clases con la influencia y el poder de la otra para dejar completa libertad de acción al gobierno. La nobleza terrateniente, cuyos ingresos íntegros provenían de gabelas feudales de toda clase, no podía menos de apoyar el gobierno que había demostrado ser el único que la protegía contra la clase oprimida de los campesinos siervos, a costa de cuya expoliación vivía; y si la parte menos acaudalada de esta nobleza se

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decidió a pasar a la oposición al gobierno, como ocurrió en 1846 en la Galicia rutena, Metternich lanzaba inmediatamente contra ellos a esos mismos siervos que no perdían ocasión de vengarse atrozmente de sus opresores inmediatos[29]. Por otra parte, los grandes capitalistas de la bolsa estaban ligados con el Gobierno de Metternich por las grandes sumas que habían invertido en valores del Estado. Austria, que recuperó todo su poder en 1815, que hizo resurgir y apoyó desde 1820 la monarquía absoluta de Italia y que fue eximida de parte de sus deudas por la quiebra de 1810, no tardó, una vez concertada la paz, en recuperar su crédito en los grandes mercados monetarios de Europa, y en la misma proporción que aumentaba su crédito, lo aprovechaba a más y mejor. Así, todos los magnates financieros de Europa habían invertido gran parte de su capital en títulos de la deuda austríaca. Todos ellos estaban interesados en apoyar el crédito público de Austria, y como ésta necesitaba constantemente nuevos empréstitos, ellos se veían obligados a desembolsar de tiempo en tiempo nuevos capitales para mantener en alto el crédito, ofrecer seguridades por los préstamos que ya habían hecho. La larga paz que siguió después de 1815 y la aparente imposibilidad de hundimiento de un viejo imperio milenario, como el de Austria, acrecentaron el crédito del Gobierno de Metternich en asombroso grado, haciéndolo incluso independiente de los buenos deseos de los banqueros y corredores de bolsa vieneses; en tanto que Metternich podía obtener suficiente dinero de Francfort y Amsterdam, tenía, naturalmente, la satisfacción de ver a los capitalistas austríacos a sus pies. Por lo demás, éstos se encontraban en todos los otros aspectos a su merced; los grandes beneficios que dichos banqueros, capitalistas de la bolsa y contratistas gubernamentales saben sacar siempre de la monarquía absoluta, eran compensados por el poder casi ilimitado que el gobierno poseía sobre sus personas y fortunas; por lo tanto, no podía esperarse el menor asomo de oposición por parte de ellos. Así, pues, Metternich estaba seguro del apoyo de las dos clases más poderosas e influyentes del imperio y poseía, además, un ejército y una burocracia de lo mejor constituidas para todos los propósitos del absolutismo. Los funcionarios y los militares al servicio de Austria formaban una casta singular; sus padres habían prestado servicio al Kaiser, y lo mismo harían los hijos; éstos no pertenecían a ninguna de las múltiples nacionalidades congregadas bajo el ala del águila bicéfala; eran trasladados, y siempre lo habían sido, de uno al otro confín del imperio, de Italia a Polonia, de Alemania a Transilvania; los húngaros, los polacos, los alemanes, los rumanos, los italianos, los croatas, todo aquel que no llevara la impronta de la autoridad «imperial y real», etc., y mostrara los rasgos de su idiosincrasia nacional era igualmente desdeñado por ellos, que

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no tenían nacionalidad o, mejor dicho, sólo ellos constituían la verdadera nación austríaca. Es evidente qué arma tan dócil y, al mismo tiempo, tan poderosa debía ser esa jerarquía civil y militar en manos de un gobernante inteligente y enérgico.

Por cuanto a las otras clases de la población, Metternich, totalmente en el espíritu del hombre de Estado del ancien régime[*], se preocupaba poco por tener su apoyo. Con relación a ellos, conocía una sola política: sacarles la mayor cantidad posible de dinero en forma de impuestos y, a la vez, mantener la tranquilidad entre ellos. La burguesía industrial y comercial se desarrollaba en Austria con mucha lentitud. El comercio por el Danubio era relativamente insignificante; el país no poseía más que un puerto, el de Trieste, y el comercio por él era muy limitado. En cuanto a los industriales, gozaban de gran protección, llegando incluso en la mayoría de los casos a la completa exclusión de toda competencia extranjera; pero esta ventaja se les había concedido principalmente con vistas a aumentar su posibilidad de pagar impuestos y era en gran medida reducida a la nada por las restricciones internas de la industria, los privilegios de los gremios y otras corporaciones feudales que se respetaban escrupulosamente en tanto no entorpecían los propósitos e intenciones del gobierno. Los pequeños artesanos estaban constreñidos a los estrechos límites de estos gremios feudales que mantenían entre los diversos oficios una perpetua guerra por los privilegios de unos sobre los otros y, al propio tiempo, daban al conjunto de todas estas agrupaciones involuntarias una especie de carácter hereditario permanente, privando a la clase obrera de casi toda posibilidad de subir por la escala social. Por último, los campesinos y los obreros eran tenidos por simples objetos de exacción de impuestos: la única atención que se les concedía era mantenerlos el mayor tiempo posible en las mismas condiciones de vida en que existían ellos y en que habían existido sus padres. Con ese fin, toda vieja autoridad hereditaria, sólidamente establecida, se conservaba en la misma medida que la del Estado. El gobierno mantenía rigurosamente por doquier la potestad de los terratenientes sobre los pequeños campesinos en dependencia feudal, la del fabricante sobre los obreros fabriles, la del pequeño maestro artesano sobre los oficiales y aprendices, la del padre sobre el hijo, y cualquier manifestación de desobediencia era castigada como una infracción de la ley mediante el instrumento universal de la justicia austríaca: el palo.

Finalmente, para agrupar en un vasto sistema todas estas tentativas de crear una estabilidad artificial, se seleccionaba con la mayor precaución el sustento espiritual permitido para el pueblo


[*] Viejo régimen. (N. de la Edit.)

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y se administraba con la mayor escasez posible. La educación estaba en todas partes en manos del clero católico, cuyas jerarquías se hallaban, igual que los grandes propietarios feudales de tierra, profundamente interesadas en el mantenimiento del sistema existente. Las universidades estaban organizadas de manera que no pudieran salir de ellas sino personas especializadas y capaces de alcanzar, en el mejor de los casos, más o menos provecho en ramas particulares del saber, pero no daban, en absoluto, esa libre enseñanza universal que se espera de otras universidades. La prensa periódica brillaba por su ausencia, a excepción de Hungría, y los periódicos húngaros estaban prohibidos en las otras partes de la monarquía. En cuanto a la literatura, en general, en un siglo no se había extendido nada; después de la muerte de José II, había vuelto incluso a reducirse. Y a lo largo de todas las fronteras de territorio austríaco con algún país civilizado se implantó un cordón de censura literaria ligado con el cordón de los oficiales de aduanas que impedían el paso de cualquier libro o periódico extranjero a Austria antes de haber sido revisado minuciosamente dos y tres veces su contenido y haberse aclarado que estaba libre del menor germen contaminoso del perverso espíritu de la época.

Aproximadamente treinta años después de 1815, este sistema funcionaba con asombrosa precisión. De Austria casi no se sabía nada en Europa, y lo que de Europa se sabía en Austria era igualmente tan poco. Ni la posición social de cada clase ni la misma población como un todo parecían haber sufrido el menor cambio. Por fuerte que fuese la hostilidad existente entre las clases, y la existencia de esta hostilidad era, para Metternich, la principal condición de gobierno, y aun la estimulaba para hacer a las clases superiores instrumento de todas las exacciones gubernamentales y dirigir así el odio del pueblo contra ellas, y por mucho que el pueblo odiase a los funcionarios subalternos de la Administración, casi no se registraba en general o no se registraba en absoluto descontento del gobierno central. El emperador era adorado, y los hechos parecían dar la razón al viejo Francisco I, quien, al dudar una vez de que este sistema pudiera durar mucho, agregó plácidamente: «Así y todo, durará mientras vivamos yo y Metternich».

No obstante, por el país se iba propagando un lento movimiento de fondo, que no afloraba a la superficie y reducía a la nada todos los esfuerzos de Metternich. La riqueza y la influencia de la burguesía industrial y comercial iban aumentando. El empleo de máquinas y de la fuerza del vapor en la industria produjo en Austria, lo mismo que en todas partes, una revolución en todas las relaciones y condiciones anteriores de vida de clases enteras de la sociedad; hizo libres a los siervos, y obreros fabriles a los pequeños

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agricultores; minó las viejas corporaciones feudales de los artesanos y destruyó los medios de existencia de muchas de ellas. La nueva población comercial e industrial entró por doquier en colisión con las viejas instituciones feudales. Las clases medias, más o menos inducidas por sus ocupaciones a viajar al extranjero, introdujeron algunos conocimientos míticos de los países civilizados que estaban al otro lado de la línea aduanera imperial; la introducción de los ferrocarriles terminó por acelerar el movimiento industrial e intelectual. Había asimismo en el edificio estatal austríaco una parte peligrosa, a saber: la Constitución feudal húngara, con sus debates parlamentarios y las luchas de las masas oposicionistas de los nobles venidos a menos contra el gobierno y los magnates, aliados de éste. Presburgo[*], sede de la Dieta, se encontraba ante las puertas de Viena. Todos estos elementos contribuían a crear entre las clases medias de las ciudades un espíritu que no era exactamente de oposición, pues la oposición aún era por entonces imposible, pero sí de descontento, y un deseo general de reformas, más de naturaleza administrativa que constitucional. Y, lo mismo que en Prusia, una parte de la burocracia se adhirió aquí también a la burguesía. Las tradiciones de José II no habían sido olvidadas en esta casta hereditaria de funcionarios de la Administración, los más instruidos de los cuales soñaban a veces con posibles reformas, pero preferían mucho más el despotismo progresivo e intelectual de este emperador al despotismo «paternal» de Metternich. Una parte de la nobleza más pobre estaba igualmente al lado de las clases medias, y en cuanto a las clases inferiores de la población, que siempre habían encontrado motivos de sobra para quejarse de las superiores, si no directamente del gobierno, en la mayoría de los casos no podían dejar de adherirse a los anhelos reformadores de la burguesía.

Fue poco más o menos por entonces, entre 1843 y 1844, cuando se puso comienzo en Alemania a un tipo singular de literatura acorde con estos cambios. Algunos escritores, novelistas, críticos literarios y malos poetas austríacos, todos, sin excepción, de talento muy mediocre, pero dotados de la peculiar habilidad propia de la raza semita, se establecieron en Leipzig y otras ciudades alemanas, fuera de Austria, y allí, lejos del alcance de Metternich, publicaron una serie de libros y folletos sobre asuntos austríacos. Tanto ellos como sus editores llevaron «un animado comercio» con esta mercancía. Toda Alemania ansiaba enterarse de los secretos de la política de la China europea; y la curiosidad de los propios austríacos, que recibían estas publicaciones de contrabando al por mayor a través de la frontera de Bohemia, era mayor aún.


[*] La denominación eslovaca es Bratislava. (N. de la Edit.)

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Naturalmente, los secretos revelados en estas publicaciones no tenían gran importancia, y los planes de reformas ideados por sus bienintencionados autores llevaban la impronta de un candor rayano casi en la virginidad política. La Constitución y la libertad de prensa eran tenidas aquí por inalcanzables; las reformas administrativas, la ampliación de los derechos de las dietas provinciales, el permiso de entrada para los libros y periódicos extranjeros y una censura menos severa eran lo más que pedían estos buenos austríacos.

En todo caso, la creciente imposibilidad de impedir la comunicación literaria de Austria con el resto de Alemania, y a través de Alemania, con todo el mundo, contribuyó en gran medida a formar una opinión pública antigubernamental y puso, al menos, alguna información política al alcance de parte de la población austríaca. Así, para fines de 1847, Austria sufrió los efectos, si bien en menor grado, de la agitación política y político-religiosa que entonces sacudía a toda Alemania; y si su progreso en Austria se notó menos, no por eso dejó de encontrar suficientes elementos revolucionarios para influir en ellos: eran los campesinos, siervos o dependientes de los señores feudales, aplastados por el peso de las exacciones de los terratenientes y el gobierno; luego, los obreros fabriles, obligados por la porra del policía a trabajar en las condiciones que al fabricante se le antojase ponerles; luego, los menestrales, desprovistos por las reglas gremiales de toda oportunidad de alcanzar la independencia en su trabajo; luego, los comerciantes, que topaban a cada paso en sus asuntos con absurdas reglamentaciones; después, los fabricantes, en conflicto ininterrumpido con los gremios de las industrias de oficios, celosos de sus privilegios, o con los funcionarios molestos y codiciosos; por último, los maestros de escuela, los savants[*], los funcionarios más instruidos, que pugnaban en vano contra el clero ignorante y presuntuoso o contra los superiores estúpidos y déspotas. En suma, no había ni una sola clase contenta, ya que las pequeñas concesiones que el gobierno se veía obligado a hacer de cuando en cuando, no las hacía a su propia costa, pues el Tesoro no podía afrontarlo, sino a expensas de la alta aristocracia y el clero; y por lo que se refiere a los banqueros y poseedores de títulos de la deuda pública, los últimos sucesos de Italia, la oposición creciente de la Dieta húngara, el extraordinario espíritu de descontento y la demanda de reformas que se manifestaban por sí solos en todo el imperio no eran de una naturaleza que pudieran fortalecer su fe en la solidez y solvencia del Imperio austríaco.

Así pues, Austria iba marchando también lenta, pero segura, hacia un gran cambio, cuando ocurrieron de pronto en Francia los


[*] Eruditos. (N. de la Edit.)

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sucesos que hicieron estallar de golpe la tempestad que se avecinaba y desmintieron el aserto del viejo Francisco de que el edificio se mantendría en pie mientras vivieran él y Metternich.

Londres, septiembre de 1851

 

V

LA INSURRECCION DE VIENA

El 24 de febrero de 1848 Luis Felipe fue expulsado de París y se proclamó la República Francesa. El 13 de marzo siguiente, el pueblo de Viena dio al traste con el poder del príncipe Metternich, a quien puso en vergonzosa fuga del país. El 18 de marzo, el pueblo de Berlín se alzó en armas y, tras obstinada lucha de dieciocho horas, tuvo la satisfacción de ver al Rey entregarse a sus manos. Hubo estallidos simultáneos de naturaleza más o menos violenta, pero todos con el mismo éxito, en las capitales de los Estados más pequeños de Alemania. El pueblo alemán, si bien es verdad que no llevó hasta el fin su primera revolución, emprendió al menos abiertamente el camino revolucionario.

Aquí no podemos entrar en detalles de los incidentes de todas estas insurrecciones: pero lo que sí debemos explicar es su carácter y la posición que las diferentes clases de la población adoptaron ante ellas.

Puede afirmarse que la revolución de Viena la hizo la población casi por unanimidad. La burguesía, excepto los banqueros y los capitalistas de la bolsa, se alzó como un solo hombre con los pequeños artesanos y comerciantes y el pueblo trabajador contra el gobierno que todos detestaban, contra el gobierno tan odiado por todos, que la pequeña minoría de nobles y acaudalados que lo apoyaban se agazapó al primer ataque. Las clases medias habían estado mantenidas en tal grado de ignorancia política por Metternich que no pudieron comprender en absoluto las noticias que les llegaron de París sobre el reino de la Anarquía, el Socialismo y el Terror y sobre la lucha que se avecinaba entre la clase de los capitalistas y la clase de los obreros. En su candor político, o no concedía importancia a estas noticias o las tenía por una diabólica invención de Metternich para intimidarlas y someterlas a su obediencia. Además, no habían visto nunca a los obreros actuar como clase o defender sus intereses propios, particulares, de clase. Por su vieja experiencia, no podían imaginarse la posibilidad de que surgieran repentinamente contradicciones algunas entre esas mismas clases que habían derrocado con unidad tan enternecedora un gobierno odiado por todos. Habían visto que los obreros estaban

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de acuerdo con ellas en todos los puntos: en el de la Constitución, en el del tribunal de jurados, en el de la libertad de prensa, etcétera. Así, al menos en marzo de 1848, estaban en cuerpo y alma con el movimiento, y el movimiento, por otra parte, las había hecho a ellas desde el mismo comienzo (por lo menos en teoría) las clases dominantes del Estado.

Pero todas las revoluciones tienen por destino que la unión de las diferentes clases, que siempre es en cierto grado una condición necesaria de toda revolución, no puede subsistir mucho tiempo. Tan pronto como se conquista la victoria contra el enemigo común, los vencedoras se dividen, forman distintas bandas, y vuelven las armas los unos contra los otros. Precisamente este rápido y pasional desarrollo del antagonismo entre las clases en los viejos y complicados organismos sociales hace que la revolución sea un agente tan poderoso del progreso social y político; y precisamente ese continuo y rápido crecer de los nuevos partidos, que se suceden en el poder durante esas conmociones violentas, hace a la nación que recorra en cinco años más camino que recorrería en un siglo en circunstancias ordinarias.

La revolución de Viena hizo a la clase media la clase predominante en el aspecto teórico; es decir, las concesiones que se arrancaron al gobierno eran tales que habrían asegurado inevitablemente la supremacía de la clase media si se hubieran puesto en práctica y se hubieran mantenido algún tiempo. Pero, en realidad, el dominio de esta clase estuvo lejos de establecerse. Es verdad que con la fundación de la Guardia Nacional, que dio armas a las clases medias, éstas cobraron fuerza e importancia; también es verdad que con la instauración del «Comité de Seguridad», especie de gobierno revolucionario que no respondía ante nadie y en el que predominaba la burguesía, ésta se encumbró en el poder. Pero, al mismo tiempo, parte de los obreros también estaban armados; ellos y los estudiantes cargaban con todo el peso de la lucha siempre que había que apelar a las armas; los estudiantes, unos cuatro mil en total, bien pertrechados y mucho más disciplinados que la Guardia Nacional, formaban el núcleo, la fuerza real del ejército revolucionario, y no estaban dispuestos a actuar como simple instrumento en manos del Comité de Seguridad. Y aunque los estudiantes lo reconocían y eran sus defensores más entusiastas, no por eso dejaban de constituir una especie de cuerpo independiente y bastante turbulento que celebraba por su cuenta reuniones en el «Aula» y mantenía una posición intermedia entre la burguesía y los obreros, impidiendo, con su agitación constante, que todo volviese a la tranquilidad cotidiana e imponiendo a menudo sus resoluciones al Comité de Seguridad. Por otra parte, los obreros, que habían sido despedidos del trabajo casi todos, hubieron de ser

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empleados en obras públicas a expensas del Estado y el dinero para pagarles había que sacarlo, naturalmente, de los bolsillos de los contribuyentes o de la caja de la ciudad de Viena. Todo esto no pudo menos de ser muy desagradable para los comerciantes y artesanos de Viena. Las manufacturas de la ciudad, destinadas a satisfacer el consumo de las casas ricas y aristocráticas de un vasto país, quedaron totalmente paralizadas, como se puede suponer, por la revolución, debido a la huida de los aristócratas y de la corte; el comercio decayó, y la agitación y ebullición continuas que partían de los estudiantes y los obreros no eran, por cierto, la mejor manera de «restablecer la confianza», como entonces se decía. Por eso no tardó en producirse cierto enfriamiento entre las clases medias, por un lado, y los turbulentos estudiantes y obreros, por el otro; y si, durante mucho tiempo, este enfriamiento no se transformó en hostilidad abierta, fue debido a que el Ministerio y, particularmente, la Corte, con su impaciencia por restablecer el viejo orden de las cosas daban constante pie a las sospechas y la actividad turbulenta de los partidos más revolucionarios y hacían aparecer sin cesar, incluso ante los ojos de las clases medias, el espectro del viejo despotismo de Metternich. Así, el 15 de mayo, y de nuevo el 26 del mismo, hubo en Viena más levantamientos de todas las clases debidos a que el gobierno había intentado restringir o anular totalmente algunas de las libertades recién conquistadas, y en cada ocasión, la alianza entre la Guardia Nacional o la burguesía armada, los estudiantes y los obreros se volvía a cimentar por cierto tiempo.

En cuanto a las otras clases de la población, la aristocracia y los magnates acaudalados habían desaparecido, y los campesinos estaban demasiado ocupados por todas partes en destruir el feudalismo hasta los últimos vestigios. Gracias a la guerra de Italia[30] y a las preocupaciones que Viena y Hungría daban a la Corte, los campesinos gozaban de completa libertad de acción, y en Austria consiguieron en la obra de su emancipación más que en cualquier otra parte de Alemania. La Dieta austríaca sólo tuvo que refrendar muy poco después los pasos dados en la práctica por los campesinos, y por mucho que el Gobierno de Schwarzenberg pueda restaurar, jamás podrá restablecer la servidumbre feudal de los campesinos. Y si en el momento presente Austria está de nuevo relativamente tranquila y hasta es fuerte, eso se debe principalmente a que la gran mayoría del pueblo, los campesinos, ha sacado verdaderas ventajas de la revolución y a que, atente el gobierno restaurado contra lo que quiera, estas ventajas materiales sensibles, conquistadas por los campesinos, siguen intactas hasta hoy.

Londres, octubre de 1851

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VI

LA INSURRECCION DE BERLIN

El segundo centro de la acción revolucionaria fue Berlín. Después de lo dicho en los artículos anteriores, puede adivinarse que esta acción estuvo allí lejos de contar con el apoyo unánime de casi todas las clases que la apoyaron en Viena. En Prusia, la burguesía se había enzarzado ya en verdaderas batallas con el gobierno; el resultado de la «Dieta Unida» fue una ruptura; se avecinaba la revolución burguesa, y esta revolución pudo haber sido, en su primer estallido, tan unánime como la de Viena, de no haber estallado la revolución de febrero en París. Este acontecimiento lo precipitó todo, mientras que, al propio tiempo, se hizo bajo una bandera completamente distinta que la enarbolada por la burguesía prusiana para preparar la campaña contra su gobierno. La revolución de febrero derribó en Francia el mismo tipo de gobierno que la burguesía prusiana se proponía establecer en su propio país. La revolución de febrero se dio a conocer como una revolución de la clase obrera contra las clases medias; proclamó la caída del gobierno de la clase media y la emancipación de los obreros. Ahora, la burguesía prusiana había tenido poco antes suficientes agitaciones de la clase obrera en su propio país. Pasado el primer susto que le dio la insurrección de Silesia, intentó incluso encauzar estas agitaciones en su provecho; pero siempre había tenido un horror espantoso al socialismo y al comunismo revolucionarios: por eso, cuando vio al frente del Gobierno de París a hombres que ella tenía por los más peligrosos enemigos de la propiedad privada, del orden, la religión, la familia y los otros sagrarios de la moderna burguesía, sintió al punto enfriarse considerablemente su propio ardor revolucionario. Sabía que debía aprovechar la ocasión y que, sin la ayuda de las masas obreras, sería derrotada; y aun con todo, le faltó coraje. Por eso, a los primeros estallidos aislados en las provincias, se adhirió al gobierno e intentó mantener en calma al pueblo de Berlín que se reunía en multitudes durante los primeros cinco días ante el palacio real para discutir las noticias y exigir cambios en el gobierno; y cuando, al fin, después de la noticia de la caída de Metternich, el Rey[*] hizo algunas concesiones de poca monta, la burguesía consideró que la revolución había terminado y fue a dar las gracias a Su Majestad por haber satisfecho todos los anhelos de su pueblo. Pero siguieron el ataque de las tropas a la muchedumbre, las barricadas, la lucha y la derrota de la monarquía. Entonces cambiaron todas las cosas. Aquella misma clase obrera


[*] Federico Guillermo IV. (N. de la Edit.)

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que la burguesía procuraba mantener en último plano, salió a primer plano, luchó y triunfó, y todos se percataron de pronto de su fuerza. Las restricciones del sufragio, de la libertad de prensa, del derecho a ser jurado y del derecho de reunión, restricciones que habrían sido muy del agrado de la burguesía debido a que atañían sólo a las clases que estaban por debajo de ella, ya no eran posibles. El peligro de que se repitiesen las escenas parisienses de «anarquía» era inminente. Ante este peligro, desaparecieron todas las discordias anteriores. Los amigos y enemigos de muchos años se unieron contra el obrero victorioso, pese a que este aún no había manifestado ninguna reivindicación particular para sí mismo, y la alianza entre la burguesía y los defensores del régimen derrocado se concertó en las mismísimas barricadas de Berlín. Hubo de hacerse las concesiones necesarias, pero no más de las ineludibles; hubo de formar gobierno una minoría de los líderes de la oposición de la Dieta Unida, y, en recompensa por sus servicios para salvar la Corona, le prestaron su apoyo todos los puntales del viejo régimen: la aristocracia feudal, la burocracia y el ejército. Estas fueron las condiciones en las que los señores Camphausen y Hansemann aceptaron formar gabinete.

El pánico de los nuevos ministros a las masas excitadas era tan grande que cualquier medio era bueno para ellos con tal de reforzar los estremecidos cimientos de la autoridad. Estos hombres, despreciables e ilusos, creyeron que ya había pasado el peligro de restauración del viejo sistema; por eso echaron mano de todo el viejo mecanismo del Estado para restablecer el «orden». No fue destituido ni un solo funcionario de la burocracia ni oficial del ejército ni se introdujo el menor cambio en el viejo sistema burocrático de administración. Estos ministros constitucionales y responsables de valía hasta restituyeron en sus cargos a los funcionarios que el pueblo, en su primer arrebato de fogosidad revolucionaria, había expulsado por sus anteriores abusos de poder. Nada cambió en Prusia sino las personas que desempeñaban las carteras ministeriales; no se tocó ni siquiera al personal de los diversos departamentos de los ministerios, y todos los arribistas constitucionales, que habían formado corro en torno a los gobernantes de nuevo cuño y esperaban su parte de poder y jerarquía, recibieron por respuesta que esperasen hasta que la estabilidad restablecida permitiera hacer cambios en el personal burocrático, pues, por el momento, eso era peligroso.

El Rey, que se había amilanado en el mayor grado después de la insurrección del 18 de marzo, no tardó en ver que hacía tanta falta a estos ministros «liberales» como ellos le hacían a él. El trono había sido respetado por la insurrección; el trono era el último obstáculo existente para la «anarquía»; y las clases medias libe-

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rales y sus líderes, hoy en el gobierno, estaban por eso muy interesados en tener las mejores relaciones con la Corona. El Rey y la camarilla reaccionaria que lo rodeaba no tardaron en comprenderlo y se aprovecharon de ello para impedir que el gobierno llevase a cabo hasta las pequeñas reformas que intentaba realizar de cuando en cuando.

La primera preocupación del gobierno fue dar cierta apariencia de legalidad a los recientes cambios violentos. La Dieta Unida fue convocada, a despecho de la oposición del pueblo, para votar, como órgano legal y constitucional del pueblo, una nueva ley electoral para elegir una asamblea que llegase a un acuerdo con la Corona sobre la nueva Constitución. Las elecciones tenían que ser indirectas, las masas de votantes elegirían a un número determinado de mandatarios que luego elegirían a los diputados. Pese a toda la oposición, este sistema de elecciones dobles fue aprobado. Luego se pidió a la Dieta Unida la sanción para solicitar un préstamo de veinticinco millones de dólares; el partido del pueblo se opuso, pero la Dieta lo aprobó.

Estos actos del gobierno contribuyeron a que el partido del pueblo, o democrático, como se llamaba ya a sí mismo, se desarrollara con la mayor rapidez. Este partido, encabezado por los pequeños artesanos y comerciantes, que agrupaba bajo sus banderas, al comienzo de la revolución, a la gran mayoría de los obreros, pedía el sufragio directo y universal, lo mismo que el implantado en Francia, una sola Asamblea legislativa y el reconocimiento completo y explícito de la revolución del 18 de marzo como la base del nuevo sistema gubernamental. La fracción más moderada quedaría satisfecha con una monarquía «democratizada» de esa manera, y los más avanzados exigían que se proclamase en última instancia la República. Ambas fracciones se pusieron de acuerdo en reconocer la Asamblea Nacional Alemana de Francfort como la autoridad suprema del país, en tanto que la soberanía de esta institución infundía verdadero pánico a los constitucionalistas y reaccionarios, pues la tenían por extraordinariamente revolucionaria.

El movimiento independiente de la clase obrera fue interrumpido temporalmente por la revolución. Las necesidades y circunstancias inmediatas del movimiento no permitían colocar en primer plano ninguna reivindicación particular del partido proletario. Efectivamente, mientras no se había desbrozado el terreno para la acción independiente de los obreros, mientras no se había establecido el sufragio directo y universal y mientras los treinta y seis Estados grandes y pequeños seguían desgarrando a Alemania en numerosos jirones, ¿qué otra cosa podía hacer el partido proletario sino estar al tanto del movimiento de París, importantísimo para él, y luchar al lado de los pequeños artesanos y comerciantes

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para alcanzar los derechos que luego le permitieran batirse por su propia causa?

Por entonces, el partido proletario sólo se distinguía en su acción política del de los pequeños artesanos y comerciantes, o partido propiamente llamado democrático, en tres puntos: primero, en que juzgaban de distinto modo el movimiento francés, impugnando los demócratas el partido extremo de París y defendiéndolo los proletarios revolucionarios; segundo, en que los proletarios expresaban la necesidad de proclamar la República Alemana, una e indivisible, mientras que los más extremistas de los demócratas sólo se atrevían a hacer objeto de sus anhelos una república federal; tercero, en que el partido proletario mostraba en cada ocasión esa valentía y disposición a actuar que siempre falta a cualquier partido encabezado y compuesto principalmente por pequeños burgueses.

El partido proletario, o verdaderamente revolucionario, pudo ir sacando sólo muy poco a poco a las masas obreras de la influencia de los demócratas, a cuya zaga iban al comienzo de la revolución. Pero en el momento debido, la indecisión, la debilidad y la cobardía de los líderes democráticos hicieron el resto, y ahora puede decirse que uno de los resultados principales de las convulsiones de los últimos años es que dondequiera que la clase obrera está concentrada en algo así como masas considerables, se encuentra completamente libre de la influencia de los demócratas, que la condujeron en 1848 y 1849 a una serie interminable de errores y reveses. Mas no nos adelantemos; los acontecimientos de estos dos años nos brindarán multitud de oportunidades para mostrar a los señores demócratas en acción.

Los campesinos de Prusia, lo mismo que los de Austria, si bien con menos energía, pues el feudalismo, en general, no los oprimía tanto como en ésta, aprovecharon la revolución para emanciparse de golpe de todas las trabas feudales. Pero la burguesía prusiana, por las razones antes expuestas, se puso en el acto en contra de ellos, sus aliados más viejos e indispensables; los demócratas, tan asustados como la burguesía por lo que se dio en llamar ataques a la propiedad privada, tampoco les ayudaron; y así, transcurridos tres meses de emancipación, luego de sangrientas luchas y ejecuciones militares, sobre todo en Silesia, el feudalismo fue restaurado por mano de la burguesía que había sido antifeudal hasta el día de ayer. No hay otro hecho más bochornoso que éste contra ella. Jamás cometió semejante traición contra sus mejores aliados, contra sí mismo, ningún otro partido en la historia, y cualesquiera que sean la humillación y el castigo que tenga deparados este partido de la clase media, los tiene bien merecidos en virtud de este solo hecho.

Londres, octubre de 1851

 

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VII

LA ASAMBLEA NACIONAL DE FRANCFORT

El lector quizás recuerde que en los seis artículos precedentes hemos analizado el movimiento revolucionario de Alemania hasta las dos grandes victorias del pueblo del 13 de marzo en Viena y del 18 del mismo en Berlín. Hemos visto que tanto en Austria como en Prusia se formaron gobiernos constitucionales y se proclamaron los principios liberales, o de la clase media, como reglas rectoras de la futura política; y la única diferencia notable entre los dos grandes centros de acción fue que, en Prusia, la burguesía liberal, personificada en dos ricos comerciantes, los señores Camphausen y Hansemann, empuñó directamente las riendas del poder; en tanto que en Austria, donde la burguesía estaba mucho menos preparada en el aspecto político, subió al poder la burocracia liberal, declarando abiertamente que gobernaba por mandato de la burguesía. Hemos visto, además, que los partidos y clases sociales que, hasta entonces, estaban unidos en su oposición al viejo gobierno, se dividieron después de la victoria o incluso durante la lucha; y que esa misma burguesía liberal, la única que sacó provecho de la victoria, se volvió en el acto contra sus aliados de ayer, adoptó una actitud hostil contra toda clase o partido de carácter más avanzado y concertó una alianza con los elementos feudales y burocráticos vencidos. Era en realidad evidente, incluso desde el comienzo del drama revolucionario, que la burguesía liberal no podía sostenerse contra los partidos feudal y burocrático vencidos, mas no destruidos, sino recabando la ayuda de los partidos populares y más avanzados; y que ello requería asimismo, contra el torrente de estas masas más avanzadas, el apoyo de la nobleza feudal y de la burocracia. Así, estaba claro de sobra que la burguesía de Austria y Prusia no poseía fuerza suficiente para mantener su poder y adaptar las instituciones del país a sus propias demandas e ideales. El gobierno liberal burgués no era más que un lugar de tránsito del que el país, según el giro que tomaran las cosas, debía o bien pasar a un grado más alto, llegando a constituir una república unitaria, o bien volver de nuevo al viejo régimen clerical-feudal y burocrático. En todo caso, la lucha real y decisiva aún estaba por delante; los sucesos de marzo no eran sino el comienzo de la lucha.

Como Austria y Prusia eran los dos Estados dirigentes de Alemania, cada victoria decisiva de la revolución en Viena o Berlín habría sido también decisiva para toda Alemania. En efecto, tal y como se desarrollaron los acontecimientos de marzo de 1848 en estas dos ciudades, determinaron el sesgo de los asuntos alema-

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nes. Por eso huelga recurrir a los movimientos que hubo en los Estados más pequeños; y podríamos realmente constreñirnos a examinar exclusivamente los asuntos de Austria y Prusia si la existencia de estos Estados pequeños no hubiese traído a la vida una institución que, por el mero hecho de existir, era la prueba más contundente de la situación anormal de Alemania y de que la última revolución no se había llevado hasta el fin; esta institución era tan anormal y absurda por su misma posición y estaba, además, tan pagada de su propia importancia que, probablemente, la historia jamás volverá a dar nada parecido. Esta institución era la denominada Asamblea Nacional Alemana de Francfort del Meno.

Después de la victoria del pueblo en Viena y Berlin era natural que se plantease la convocación de una Asamblea Representativa de toda Alemania. Esta institución fue elegido y se reunió en Francfort al lado de la vieja Dieta Federativa. El pueblo esperaba de la Asamblea Nacional Alemana que resolviese todas las cuestiones en litigio y actuase como autoridad legislativa suprema para toda la confederación alemana. Pero, al mismo tiempo, la Dieta que la hubo convocado no fijó en modo alguno sus atribuciones. Nadie sabía si sus decretos habrían de tener fuerza de ley o ser sometidos a la sanción de la Dieta Federativa o de cada gobierno por separado. Ante situación tan compleja, la Asamblea, si hubiese tenido el mínimo de energía, habría disuelto inmediatamente la Dieta, que era el organismo corporativo más impopular de Alemania, y la habría sustituido con un Gobierno federal elegido entre sus propios miembros. Debiera haberse declarado a sí misma única expresión legal de la voluntad soberana del pueblo alemán y, por lo mismo, dar fuerza de ley a todos sus decretos. Ante todo, debiera haberse asegurado a sí misma, organizando y armando en el país una fuerza suficiente para vencer toda oposición de los gobiernos. Eso era fácil, muy fácil de hacer en aquel período temprano de la revolución. Mas eso habría sido esperar demasiado de una Asamblea compuesta en su mayoría por abogados liberales y catedráticos doctrinarios, y la Asamblea, que mientras pretendía personificar la propia esencia de la mentalidad y la ciencia alemanas, no era en realidad sino la tribuna donde las viejas personalidades políticas, pasadas de moda, exhibían ante los ojos de toda Alemania su ridiculez involuntaria y su incapacidad para pensar y actuar. Esta asamblea de viejas momias tuvo desde el primer día de su existencia más miedo al menor movimiento popular que a todas las confabulaciones reaccionarias de todos los gobiernos alemanes juntos. Se reunía bajo la vigilancia de la Dieta Federativa, y, por si esto fuera poco, casi imploraba a ésta que aprobase sus decretos, ya que las primeras resoluciones de la Asamblea habían de ser promulga-

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das por este odioso cuerpo. En vez de afianzar su propia soberanía, eludió con empeño la discusión de problema tan peligroso. En vez de rodearse de la fuerza armada del pueblo, pasó a tratar las cuestiones ordinarias, haciendo la vista gorda ante los actos de violencia de los gobiernos; en Maguncia se declaró delante de sus narices el estado de sitio, el pueblo fue desarmado, y la Asamblea Nacional no movió un dedo. Más tarde eligió al archiduque Juan de Austria Regente de Alemania y declaró que todas sus resoluciones tenían fuerza de ley; pero el archiduque Juan no fue elevado a su nuevo cargo hasta que se hubo obtenido el asenso de todos los gobiernos y el nombramiento no lo recibió de la Asamblea, sino de la Dieta; por cuanto a la fuerza legal de los decretos de la Asamblea, jamás la reconocieron los gobiernos de los Estados grandes, y la propia Asamblea no insistió en ello; por eso quedó pendiente esta cuestión. Así, presenciamos el extraño espectáculo de una Asamblea que pretendía ser la única representante legal de una nación grande y soberana sin poseer nunca ni la voluntad ni la fuerza para hacer que se reconocieran sus exigencias. Los debates de esta institución no dieron ningún resultado práctico ni tuvieron siquiera valor teórico alguno, ya que no hacían sino repetir los tópicos más manidos de escuelas filosóficas y jurídicas anticuadas; cada sentencia expresada, mejor dicho, balbuceada en esta Asamblea había sido impresa ya mil veces, y mil veces mejor, mucho antes.

Así, la pretendida nueva autoridad central de Alemania dejó todas las cosas tal y como las había encontrado. Lejos de llevar a cabo la unidad tan esperada de Alemania, no depuso ni al más insignificante de los príncipes que gobernaban en ella; no estrechó más los lazos de unión entre las provincias separadas; jamás dio un solo paso para romper las barreras aduaneras que separaban a Hannover de Prusia y a Prusia de Austria; no hizo siquiera la menor tentativa de abolir los aborrecibles impuestos que obstruían en Prusia por doquier la navegación fluvial. Y cuanto menos hacía la Asamblea, tanto más baladroneaba. Creó, pero en el papel, la Flota alemana; se anexó Polonia y Schleswig; permitió a la Austria alemana que hiciese la guerra a Italia, pero prohibió a los italianos que persiguieran a las tropas austríacas en territorio alemán, refugio seguro para éstas; dio tres hurras y un hurra más por la República Francesa y daba recepción a las embajadas húngaras, que regresaban a su país con ideas mucho más confusas, por cierto, de Alemania que antes de venir.

Esta Asamblea había sido al comienzo de la revolución el espantajo de todos los gobiernos alemanes, que esperaban de ella acciones muy dictatoriales y revolucionarias en virtud de lo indeterminado en que se creyó necesario dejar su competencia. Para debilitar la influencia de esta temible institución, estos gobiernos ten-

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dieron una extensísima red de intrigas. Pero tuvieron más suerte que sagacidad, ya que la Asamblea ejecutaba la labor de los gobiernos mejor que pudieran haberlo hecho ellos mismos. El rasgo principal de las intrigas de los gobiernos era la convocación de asambleas legislativas locales y, en consecuencia, convocaban estas asambleas no sólo los Estados pequeños, sino que también Prusia y Austria convocaron sus Asambleas Constituyentes. En estas asambleas, lo mismo que en la Cámara de Representantes de Francfort, la mayoría pertenecía a la burguesía liberal o sus aliados, los abogados y funcionarios liberales; y en todas ellas el sesgo que tomaron los acontecimientos fue aproximadamente el mismo. La única diferencia consistía en que la Asamblea Nacional Alemana era el parlamento de un país imaginario, ya que declinó la misión de formar lo que había sido la primera condición de su existencia: una Alemania unida; que discutía medidas imaginarias, que jamás se llevarían a cabo, de un gobierno imaginario que ella misma había formado y que adoptaba resoluciones imaginarias que a todos tenían sin cuidado; mientras que en Austria y Prusia las Asambleas Constituyentes eran, al menos, parlamentos reales que quitaban y ponían gobiernos reales e imponían, aunque fuese temporalmente, sus resoluciones a los príncipes con los que tenían que enfrentarse. Eran también cobardes y les faltaba amplia comprensión de las medidas revolucionarias; traicionaron también al pueblo y devolvieron el poder al despotismo feudal, burocrático y militar. Pero se veían al menos obligadas a discutir las cuestiones prácticas de interés inmediato y vivir en esta tierra entre la demás gente, mientras que los charlatanes de Francfort jamás habían sido más dichosos que cuando pudieron remontarse «al reino etéreo de los sueños», im Luftreich des Traums[*]. Así, los debates de las Asambleas Constituyentes de Berlín y Viena formaron una parte importante de la historia revolucionaria de Alemania, en tanto que las lucubraciones de la bufonada colectiva de Francfort podían interesar únicamente a algún anticuario o coleccionista de curiosidades literarias.

El pueblo de Alemania, al sentir profundamente la necesidad de poner fin al odioso fraccionamiento territorial, que diseminaba y reducía a la nada la fuerza colectiva de la nación, esperó algún tiempo que la Asamblea Nacional de Francfort pusiera al menos comienzo a una nueva era. Pero la infantil conducta de esta congregación de omnisapientes varones enfrió rápidamente el entusiasmo nacional. Su vergonzoso modo de obrar en ocasión del armisticio de Malmoe (septiembre de 1848)[31] promovió un estallido de indignación del pueblo contra esta Asamblea, de la que


[*] Heine. Alemania. Un cuento de invierno, cap. VII. (N. de la Edit.)

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se esperaba diese a la nación campo libre para actuar y, en lugar de eso, dominada por una cobardía sin igual, sólo restableció la anterior solidez de los cimientos sobre los que se ha elevado el presente sistema contrarrevolucionario.

Londres, enero de 1852

 

VIII

LOS POLACOS,
LOS CHECOS Y LOS ALEMANES

Por lo que se ha expuesto ya en los artículos anteriores, resulta evidente que, si no seguía otra revolución a la de marzo de 1848, en Alemania las cosas volverían inevitablemente al estado de antes de este acontecimiento. Pero es tal la complicada naturaleza del tema histórico que tratamos de aclarar, que los subsiguientes sucesos no podrán ser entendidos claramente sin tener en cuenta lo que podrían llamarse relaciones exteriores de la revolución alemana. Y estas relaciones exteriores eran de la misma intrincada naturaleza que los asuntos interiores.

Toda la mitad oriental de Alemania hasta el Elba, el Saale y el Bosque de Bohemia fue reconquistada, como es bien sabido, durante el último milenio a los invasores de origen eslavo. La mayor parte de estos territorios ha sido germanizada durante los últimos siglos hasta la extinción total de la nacionalidad y la lengua eslavas. Y si exceptuamos unos pequeños restos, que suman en total menos de cien mil almas (kassubianos en Pomerania, wends o sorbianos en Lusacia), sus habitantes son alemanes en todos los aspectos. Pero el caso es diferente a lo largo de la frontera de la vieja Polonia y en los territorios de lengua checa: Bohemia y Moravia. Aquí las dos nacionalidades están mezcladas en todos los distritos: las ciudades son, por lo general, más o menos alemanas, en tanto que el elemento eslavo prevalece en las aldeas, donde, sin embargo, va siendo desintegrado y desplazado gradualmente por el aumento continuo de la influencia alemana.

La razón de tal estado de cosas estriba en lo siguiente. Desde los tiempos de Carlomagno, los germanos han venido haciendo los esfuerzos más pertinaces y constantes para conquistar, colonizar o, al menos, civilizar el Este de Europa. Las conquistas de la nobleza feudal entre el Elba y el Oder, así como las colonias feudales de las órdenes militares de caballeros en Prusia y Livonia sólo prepararon el terreno para un sistema de germanización más extensa y eficaz mediante la burguesía comercial y manufacturera

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cuya importancia social y política venía aumentando en Alemania, como en el resto de Europa Oriental, desde el siglo XV. Los eslavos, particularmente los occidentales (polacos y checos), son esencialmente agricultores; el comercio y la manufactura jamás gozaron de gran favor entre ellos. La consecuencia fue que, con el crecimiento de la población y el surgimiento de las ciudades, en estas regiones la producción de artículos manufactureros cayó en las manos de los inmigrados alemanes, y el intercambio de estas mercancías por productos de la agricultura se hizo monopolio exclusivo de los hebreos quienes, si pertenecen a alguna nacionalidad, son indudablemente en estos países más alemanes que eslavos. Lo mismo ha ocurrido, aunque en menor grado, en todo el Este de Europa. El artesano, el pequeño comerciante y el pequeño fabricante de San Petersburgo, Pest, Jassy e incluso Constantinopla es alemán hasta hoy día; pero el prestamista, el tabernero y el quincallero, figuras muy importantes en estos países de pequeña densidad de población, es generalmente hebreo, cuya lengua natal es el alemán horriblemente estropeado. La importancia del elemento alemán en las zonas limítrofes eslavas, que fue aumentando siempre con el crecimiento de las ciudades, del comercio y de la industria, aumentó más aún cuando se creyó necesario importar de Alemania casi todos los elementos de la cultura espiritual; tras el mercader y el artesano alemán, se establecieron en tierras eslavas el clérigo alemán, el maestro de escuela alemán y el savant alemán. Y, por último, el paso de hierro de los ejércitos conquistadores o las apropiaciones cautelosas y bien meditadas de la diplomacia no sólo siguió, sino que en mucho casos precedió al avance lento, pero seguro, de la desnacionalización que operaba el desarrollo social. Así, grandes partes de Prusia Occidental y de Posnania fueron germanizadas desde la primera división de Polonia por las ventas y donaciones de tierras del dominio público a colonos alemanes, por los estímulos concedidos a los capitalistas alemanes para montar fábricas, etc., en estas zonas limítrofes y, muy a menudo también, por las medidas excesivamente despóticas contra los habitantes polacos del país.

De esa manera, en los últimos setenta años ha cambiado totalmente la línea de demarcación entre las nacionalidades alemana y polaca. La revolución de 1848 promovió de golpe la reivindicación de todas las naciones oprimidas, de una existencia independiente y del derecho a decidir por sí mismas sus propios asuntos; por eso era completamente natural que los polacos exigieran inmediatamente la reconstitución de su país en las fronteras de la vieja República Polaca que existió hasta 1772[32]. Ahora bien, estas fronteras habían quedado ya anticuadas incluso para entonces, si se toman como delimitación de las nacionalidades alemana y polaca;

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y cada año que pasaba se quedaban más anticuadas aún a medida que progresaba la germanización; pero como los alemanes propugnaban con tanto entusiasmo la reconstitución de Polonia, debían esperar que les pidiesen, como primera prueba de la sinceridad de sus simpatías, que renunciasen a su parte del botín despojado. Por otro lado, ¿es que habían de ser cedidas regiones enteras, pobladas principalmente por alemanes, y grandes ciudades, enteramente alemanas, a un pueblo que aún no había dado ninguna prueba de su capacidad de progreso que le permitiese salir del estado de feudalismo basado en la servidumbre de la población agrícola? La cuestión era bastante complicada. La única solución posible estaba en la guerra contra Rusia; entonces, el problema de la delimitación entre las diferentes naciones revolucionarias pasaría a un plano secundario en comparación con el principal de levantar una frontera segura contra el enemigo común; los polacos, tras de recibir extensos territorios en el Este, se harían más tratables y razonables en el Oeste; después de todo, Riga y Mitau[*] serían para ellos no menos importantes que Danzig y Elbing[**]. Así, el partido avanzado de Alemania, que estimaba necesaria la guerra contra Rusia para ayudar al movimiento en el continente y consideraba que el restablecimiento nacional incluso de una parte de Polonia llevaría inevitablemente a esa guerra, apoyaba a los polacos; en tanto que el Partido Liberal de la clase media gobernante preveía su caída en una guerra nacional contra Rusia, que pondría en el poder a hombres más activos y enérgicos; por eso, fingiendo entusiasmo por la extensión de la nacionalidad alemana, declaró a Polonia prusa, foco principal de la agitación revolucionaria polaca, parte inseparable del futuro gran Imperio alemán. Las promesas dadas a los polacos durante los primeros días de agitación quedaron vergonzosamente sin cumplir; los destacamentos armados polacos, organizados con el consentimiento del gobierno, fueron dispersados y cañoneados por la artillería prusiana, y ya en abril de 1848, seis semanas después de la revolución de Berlín, el movimiento polaco fue aplastado, resucitando la vieja hostilidad nacional entre polacos y alemanes. Este servicio inmenso e incalculable lo prestaron al autócrata ruso los ministros Camphausen y Hansemann, comerciantes liberales. Debe agregarse que esta campaña polaca fue el primer medio de reorganizar e infundir moral a ese mismo ejército prusiano que luego derrocó al Partido Liberal y aplastó el movimiento que los señores Camphausen y Hansemann habían levantado con tantos esfuerzos. «En el pecado va la penitencia». Ese ha sido siempre el sino de todos los advenedizos de


[*] El nombre letón es Jelgava. (N. de la Edit.)
[**] Los nombres polacos son Gdansk y Elblong. (N. de la Edit.)

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1848 y 1849, desde Ledru-Rollin hasta Changarnier y desde Camphausen hasta Haynau.

El problema de la nacionalidad motivó también otra lucha en Bohemia. Este país, poblado por dos millones de alemanes y tres millones de eslavos de lengua checa, tenía grandes recuerdos históricos, casi todos relacionados con la anterior supremacía de los checos. Pero la fuerza de esta rama de la familia eslava quedó quebrantada desde la guerra de los husitas en el siglo quince[33]; las provincias de habla checa fueron divididas, y una parte formó el reino de Bohemia, otra el principado de Moravia, y la tercera, el montañoso territorio carpático de los eslovacos, fue incluido en Hungría. Los moravos y los eslovacos habían perdido desde hacía tiempo todo vestigio de sentimiento y vitalidad nacional, si bien conservaban en gran parte su lenguaje. Bohemia estaba rodeada de países enteramente alemanes por tres lados. El elemento alemán había hecho grandes progresos en su propio territorio; incluso en la capital, Praga, las dos nacionalidades eran casi iguales en número; y el capital, el comercio, la industria y la cultura espiritual estaban por doquier en manos de los alemanes. El profesor Palacky, paladín de la nacionalidad checa, no es otra cosa que un erudito alemán trastornado que ni aun hoy puede hablar correctamente el checo sin acento extranjero. Mas, como suele suceder a menudo, la feneciente nacionalidad checa, feneciente según todos los hechos conocidos en la historia de los cuatro siglos últimos, hizo en 1848 un último esfuerzo para recuperar su anterior vitalidad, y el fracaso de este esfuerzo, independientemente de todas las consideraciones revolucionarias, había de probar que Bohemia podía existir en adelante sólo como parte de Alemania, aunque una porción de sus habitantes pudiera seguir hablando en una lengua no germánica durante varios siglos más[34].

Londres, febrero de 1852

 

IX

EL PANESLAVISMO.
LA GUERRA DE SCHLESWIG-HOLSTEIN

Bohemia y Croacia (otro miembro desgajado de la familia eslava que ha estado sometida a la misma influencia de los húngaros que Bohemia de los alemanes) han sido la patria de lo que se ha dado en llamar «paneslavismo» en el continente europeo. Ni la una ni la otra han tenido la fuerza suficiente para existir como naciones independientes. Sus respectivas nacionalidades, minadas

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paulatinamente por la acción de causas históricas que dieron lugar a su inevitable absorción por otros pueblos más enérgicos, no podían esperar sino la recuperación de algo parecido a independencia mediante una alianza con otras naciones eslavas. Habiendo veintidós millones de polacos, cuarenta y cinco millones de rusos, ocho millones de servios y búlgaros ¿por qué no formar una poderosa confederación de los ochenta millones de eslavos y expulsar de la santa tierra eslava o exterminar a los intrusos: a los turcos, a los húngaros y, sobre todo, a los odiados pero ineludibles niemetz, los alemanes? Así, en los estudios de unos cuantos dilettanti eslavos de la historia surgió este movimiento ridículo y antihistórico que no se proponía ni más ni menos que someter el Oeste civilizado al Este bárbaro, la ciudad al campo, el comercio, la industria y la cultura espiritual a la agricultura primitiva de los siervos eslavos. Pero tras esta absurda teoría se alzaba la terrible realidad del Imperio ruso, este imperio que descubre en cada paso que da la pretensión de tener a toda Europa por dominio del género eslavo y especialmente de su única parte enérgica, los rusos; este imperio que, con dos capitales como San Petersburgo y Moscú, aún no ha encontrado su centro de gravedad en tanto que la «Ciudad del Zar» (Constantinopla, denominada en ruso Tsargrad, ciudad del zar), conceptuada por todos los campesinos rusos de verdadera metrópoli de su religión y su nación, no sea en realidad la residencia de su emperador; este imperio que, durante los últimos ciento cincuenta años, jamás ha perdido, y sí ha ganado siempre, territorio en todas las guerras que ha comenzado. Y son harto conocidas en Europa Central las intrigas con que la política rusa ha sustentado la teoría paneslavista de nueva hornada, teoría cuyo invento viene como anillo al dedo a los fines de esta política. Así, los paneslavistas bohemios y croatas, unos intencionadamente y otros sin darse cuenta, han obrado directamente a favor de Rusia; han traicionado la causa revolucionaria en aras de la sombra de una nacionalidad que, en el mejor de los casos, correría la misma suerte que la nacionalidad polaca bajo la dominación rusa. Debe decirse, no obstante, en honor de los polacos, que ellos jamás han caído seriamente en esta ratonera paneslava; y si bien es verdad que algunos aristócratas se hicieron paneslavistas recalcitrantes, no lo es menos que a sabiendas de que con el sojuzgamiento ruso perdían menos que con una revuelta de sus propios campesinos siervos.

Los bohemios y croatas convocaron un congreso general eslavo en Praga para preparar la alianza universal de los eslavos[35]. Este congreso hubiera fracasado de todas las maneras incluso sin la intervención de las tropas austríacas. Las distintas lenguas eslavas se diferencian tanto como el inglés, el alemán y el sueco, y cuando se inauguraron los debates, se vio que no había ninguna

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lengua eslava común mediante la cual pudieran hacerse entender los oradores. Se probó hablar en francés, pero tampoco lo entendía la mayoría, y los pobres entusiastas eslavos, cuyo único sentimiento común era el odio común a los alemanes, se vieron por último obligados a expresarse ellos mismos en la odiada lengua alemana, ¡ya que era la única que conocían todos! Pero justamente entonces se reunía otro congreso eslavo en Praga, representado por los lanceros de la Galicia rutena, los granaderos croatas y eslovacos y los artilleros y coraceros checos; y este congreso eslavo auténtico y armado, bajo el mando de Windischgrätz, en menos de veinticuatro horas desalojó de la ciudad y dispersó por los cuatro costados a los fundadores de esa imaginaria supremacía eslava.

Los diputados bohemios, moldavos y dálmatas y parte de los diputados polacos (de la aristocracia) a la Dieta Constituyente Austríaca hicieron de esta Asamblea una guerra constante al elemento alemán. Los alemanes y parte de los polacos (la nobleza arruinada) fueron en esta asamblea el apoyo principal del progreso revolucionario. El grueso de los diputados eslavos que se oponía a ellos no se contentaba con esa manifestación abierta de las tendencias reaccionarias de todo su movimiento, pero cayeron tan bajo que empezaron a urdir intrigas y conspirar con el mismísimo Gobierno austríaco que disolvió su congreso en Praga. Y recibieron el pago merecido por su infame conducta. Después de haber apoyado al gobierno durante la insurrección de octubre de 1848, con lo que éste les aseguró la mayoría en la Dieta, esta Dieta, ahora casi exclusivamente eslava, fue disuelta por las tropas austríacas, lo mismo que el congreso de Praga, y los paneslavistas fueron amenazados con la cárcel si volvían a moverse. Y lo único que han conseguido es que la nacionalidad eslava esté siendo minada en todas partes por la centralización austríaca, resultado al que deben su propio fanatismo y su ceguera.

Si las fronteras de Hungría y Alemania dejaran lugar a alguna duda, se desencadenaría ciertamente otra lucha aquí. Mas, por fortuna, no hubo pretexto para ello, y como ambas naciones tenían intereses íntimamente relacionados, peleaban contra los mismos enemigos, o sea, contra el Gobierno austríaco y el fanatismo paneslavista. El buen entendimiento no fue alterado aquí ni un momento. Pero la revolución italiana enzarzó a una parte, al menos, de Alemania, en una guerra intestina; y aquí debemos consignar, como prueba de lo mucho que el sistema de Metternich había logrado frenar el desarrollo de la opinión pública, que durante los primeros seis meses de 1848 los mismos hombres que en Viena levantaran las barricadas fueron, llenos de entusiasmo, a adherirse al ejército que combatió a los patriotas italianos. Esta deplorable confusión de ideas no duró, sin embargo, mucho.

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Por último, estaba la guerra con Dinamarca por Schleswig y Holstein. Estas dos comarcas, indiscutiblemente germanas por la nacionalidad, la lengua y las predilecciones de la población, son asimismo necesarias a Alemania por razones militares, navales y comerciales. Sus habitantes han luchado con tenacidad durante los tres últimos siglos contra la intrusión danesa. Tenían de su parte, además, el derecho de los tratados. La revolución de marzo los colocó en colisión manifiesta con los daneses, y Alemania los apoyó. Pero, mientras en Polonia, Italia, Bohemia y, posteriormente, en Hungría, las operaciones militares se llevaban con la mayor energía, en esta guerra, la única popular, la única, al menos parcialmente, revolucionaria, se adoptó un sistema de marchas y contramarchas inútiles y se admitió incluso la mediación de la diplomacia extranjera, lo que condujo, tras multitud de heroicas batallas, al fin más miserable. Los gobiernos alemanes traicionaban durante esta guerra, siempre que se presentaba la ocasión, al ejército revolucionario de Schleswig Holstein y permitían intencionadamente a los daneses que lo aniquilaran cuando quedaba disperso o dividido. El cuerpo alemán de voluntarios fue tratado de igual manera.

Pero mientras el nombre alemán no se granjeaba así nada más que el odio en todas partes, los gobiernos constitucionales y liberales se frotaban las manos de alegría. Lograron aplastar los movimientos polaco y bohemio. Despertaron por doquier la vieja animosidad nacional que impidiera hasta el día todo entendimiento o acción mancomunada de los alemanes, los polacos y los italianos. Habían acostumbrado al pueblo a escenas de guerra civil y represiones por parte de las tropas. El ejército prusiano había recuperado la seguridad en sus fuerzas en Polonia, y el austríaco en Praga. Y mientras el rebosante patriotismo (die patriotische Überkraft, según la expresión de Heine[*]) de la juventud revolucionaria, pero miope, fue encauzado a Schleswig y Lombardia para que allí sirviera ésta de blanco de la metralla del enemigo, el ejército regular, instrumento real para la acción tanto en Prusia como en Austria, obtuvo la oportunidad de recuperar la simpatía de la gente con sus victorias sobre los extranjeros. Pero repetimos: tan pronto como estos ejércitos reforzados por los liberales para emplearlos contra el partido más radical, recuperaron la seguridad en sus fuerzas y la disciplina en cierto grado, volvieron las armas contra los liberales y restauraron el poder de los hombres del viejo régimen. Cuando Radetzky recibió en su campamento a orillas del río Adige las primeras órdenes de los «ministros responsables»


[*] Heine. Bei des Nachtwächters Ankunft zu Paris (Sobre la llegada del sereno a París) ( del ciclo Zeitgedichte: Poemas modernos). (N. de la Edit.)

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de Viena, exclamó: «¿Quiénes son estos ministros? ¡Ellos no son el Gobierno de Austria! Austria no existe ahora más que en mi campamento; mi ejército y yo somos Austria; ¡y cuando hayamos derrotado a los italianos, reconquistaremos el Imperio para el Emperador!» El viejo Radetzky tenía razón. Pero los imbéciles ministros «responsables» de Viena no detuvieron la atención en él.

Londres, febrero de 1852

 

X

EL ALZAMIENTO DE PARIS.
LA ASAMBLEA DE FRANCFORT

Ya a comienzos de abril de 1848, el torrente revolucionario quedó detenido en todo el continente europeo mediante la alianza que las clases de la sociedad que habían sacado provecho de la primera victoria concertaron inmediatamente con los vencidos. En Francia, los pequeños comerciantes y artesanos y la fracción republicana de la burguesía se unieron a la burguesía monárquica contra los proletarios; en Alemania e Italia, la burguesía vencedora buscó con ansiedad el apoyo de la nobleza feudal, de la burocracia oficial y del ejército contra las masas populares y los pequeños comerciantes y artesanos. Los partidos conservadores y contrarrevolucionarios unidos no tardaron en recuperar su predominio. En Inglaterra, la manifestación del pueblo (10 de abril), inoportuna y mal preparada, se convirtió en una derrota completa y decisiva del partido del movimiento[36]. En Francia, dos manifestaciones similares (del 16 de abril[37] y del 15 de mayo[38]) fueron igualmente derrotadas. En Italia, el Rey Bomba[*] recuperó su autoridad de un solo golpe el 15 de mayo[39]. En Alemania, los nuevos gobiernos burgueses de los distintos Estados y sus respectivas Asambleas Constituyentes se consolidaron, y aunque la jornada del 15 de mayo, rica en acontecimientos, de Viena hubiese acabado en una victoria del pueblo, este acontecimiento habría sido de importancia secundaria nada más y podría ser tenido por el último estallido con éxito de la energía del pueblo. En Hungría, el movimiento pareció entrar en un manso cauce de perfecta legalidad, y el movimiento polaco, como ya hemos dicho en uno de nuestros artículos anteriores, fue aplastado en germen por las bayonetas prusianas. Sin embargo, todo esto aún no decidía nada en cuanto al sesgo que tomarían las cosas, y cada pulgada de terreno perdido


[*] Fernando II. (N. de la Edit.)

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por los partidos revolucionarios en los distintos Estados tendía sólo a unir más y más sus filas para acciones decisivas.

Estas acciones decisivas se aproximaban. Podían desplegarse sólo en Francia; pues en tanto Inglaterra no tomase parte en la lucha revolucionaria, o Alemania siguiera dividida, Francia era, merced a su independencia nacional, su civilización y su centralización, el único país que podría dar a los países circundantes el impulso para una poderosa conmoción. Por eso, cuando el 23 de junio de 1848[40] comenzó la lucha sangrienta en París, cuando cada noticia recibida por telégrafo o por correo exponía con mayor claridad el hecho ante los ojos de Europa que esta lucha estaba empeñada entre las masas del pueblo trabajador, por un lado, y todas las demás clases de la población parisiense con el apoyo del ejército, por el otro lado, cuando los combates se prolongaron varios días con saña inaudita en la historia de las modernas guerras civiles, pero sin ninguna ventaja visible para ninguno de los dos bandos, se hizo evidente para todos que ésta era la gran batalla decisiva que envolvería, si la insurrección triunfaba, a todo el continente en una nueva oleada de revoluciones o, si fracasaba, traería, al menos por el momento, la restauración del régimen contrarrevolucionario.

Los proletarios de París fueron derrotados, diezmados y aplastados hasta el punto de que ni aun hoy se han repuesto del golpe. E inmediatamente, los nuevos y los viejos conservadores y contrarrevolucionarios levantaron la cabeza en toda Europa con tanta insolencia que mostraron lo bien que entendían la importancia del acontecimiento. La prensa fue atacada por todas partes, los derechos de reunión y asociación fueron restringidos, cada pequeño suceso en cada pequeña ciudad de provincia fue aprovechado para desarmar al pueblo, declarar el estado de sitio y adiestrar a las tropas en las nuevas maniobras y tretas que Cavaiguac les había enseñado. Además, por primera vez desde febrero, se había demostrado que la invencibilidad de la insurrección popular en una gran ciudad era una ilusión; el honor de los ejércitos quedó restablecido; las tropas, que hasta ahora habían sido derrotadas siempre en las batallas de alguna importancia reñidas en las calles, recobraron la confianza en sus fuerzas incluso en este tipo de pelea.

Los primeros pasos positivos y planes definidos del viejo partido feudal-burocrático de Alemania, encaminados a deshacerse incluso de las clases medias, sus aliadas temporales, y restablecer en Alemania la situación que existía antes de los sucesos de marzo, pueden datarse desde los tiempos de esta derrota de los ouvriers de París. El ejército volvió a ser el poder decisivo en el Estado, y no pertenecía a las clases medias, sino a dicho partido. Incluso en Prusia, donde se habían observado desde antes de 1848 grandes sim-

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patías al Gobierno constitucional por parte de los oficiales de graduación inferior, el desorden introducido en el ejército por la revolución volvió a estos jóvenes, propensos a pensar, a la fidelidad a su deber militar; tan pronto como los soldados rasos se tomaron algunas libertades con los oficiales, la necesidad de la disciplina y la obediencia a raja tabla quedó de pronto más que clara para ellos. Los nobles y los burócratas vencidos comenzaron a ver lo que debían hacer; no restaba sino mantener en pequeños conflictos con el pueblo al ejército, más unido que nunca, animado por las victorias sobre las pequeñas insurrecciones y en la guerra en el extranjero y celoso de los laureles recién conquistados por la soldadesca francesa; y, cuando llegase el momento decisivo, podría de un solo golpe demoledor aplastar a los revolucionarios y poner fin a la presunción de los parlamentarios burgueses. El momento propicio para ese golpe decisivo llegó muy pronto.

Pasamos por alto los debates parlamentarios y los conflictos locales, a veces curiosos, pero aburridos en la mayoría de los casos, que absorbieron durante el verano a los distintos partidos de Alemania. Baste decir que la mayoría de los defensores de los intereses burgueses, pese a los numerosos triunfos parlamentarios, ninguno de los cuales tuvo resultado práctico, sintió, en general, que su situación entre los partidos extremos era más insostenible cada día; por eso se vieron obligados a buscar la alianza de los reaccionarios y, al día siguiente, ganarse el favor de los partidos más populares. Esta vacilación constante les dio el golpe final en la opinión pública y, de acuerdo con el sesgo que iban tomando los acontecimientos, ese desdén que despertaron fue aprovechado principalmente en ese momento por los burócratas y la nobleza feudal.

Para el comienzo del otoño, las relaciones entre los diversos partidos empeoraron lo suficiente para hacer inevitable la batalla decisiva. El primer choque en esta guerra desencadenada entre las masas democráticas y revolucionarias, por un lado, y el ejército, por el otro, tuvo lugar en Francfort. Aunque este choque era secundario, fue el primero en el que las tropas sacaron ventaja a los insurrectos y tuvo un gran efecto moral. Prusia, por causas muy comprensibles, permitió al ilusorio gobierno formado por la Asamblea Nacional de Francfort concluir, por razones obvias, un armisticio con Dinamarca que no sólo entregó a los alemanes de Schleswig a la venganza danesa, sino que fue también la negación completa de los principios más o menos revolucionarios, en que se basaba, según la convicción general, la guerra danesa. La Asamblea de Francfort rechazó, por una mayoría de dos o tres votos, este armisticio. La votación fue seguida de una comedia de crisis ministerial; sin embargo, a los tres días la Asamblea revisó la votación y fue inducida a anularla de hecho y reconocer el armisticio. Este

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acto vergonzoso provocó la indignación del pueblo. Se levantar barricadas, pero en Francfort se habían concentrado suficientes tropas y, tras un combate de seis horas, la insurrección fue aplastada. Movimientos similares, si bien menos importantes, relacionados con este acontecimiento, hubo en otras partes de Alemania (Baden, Colonia), pero fueron igualmente derrotados.

Este choque previo dio al partido contrarrevolucionario la gran ventaja de que ahora el único gobierno surgido enteramente, al menos en apariencia, de unas elecciones populares, el Gobierno imperial de Francfort, así como la Asamblea Nacional se habían desprestigiado a los ojos del pueblo. Este gobierno y esta Asamblea se habían visto obligados a apelar a las bayonetas del ejército contra la manifestación de la voluntad del pueblo. Estaban comprometidos, y por pocos que fueran los derechos a ser respetados que hubiesen merecido hasta la fecha, el repudio a su origen y su dependencia de los antipopulares gobiernos y sus tropas convirtieron desde este momento al Regente del Imperio, a sus ministros y diputados en completas nulidades. No tardaremos en ver con qué desprecio recibieron primero Austria, luego Prusia y últimamente los pequeños Estados también, toda disposición, toda petición y toda diputación procedentes de esta institución de impotentes soñadores.

Llegamos ahora a la inmensa repercusión que tuvo en Alemania la batalla de junio en Francia, acontecimiento que fue tan decisivo para Alemania como la lucha proletaria de París había sido para Francia; nos referimos a la revolución y al subsiguiente asalto de Viena en octubre de 1848. Pero la importancia de esta batalla es tal que la explicación de las diferentes circunstancias que contribuyeron más directamente a su desenlace requeriría tanto lugar en las columnas de The Tribune que nos es forzoso dedicar un artículo especial a este tema.

Londres, febrero de 1852

 

XI

LA INSURRECCION DE VIENA

Llegamos ahora al acontecimiento decisivo que constituyó la contrapartida de la reacción de Alemania a la insurrección parisiense de junio y que, de un solo golpe, inclinó la balanza del lado del partido contrarrevolucionario: la insurrección de octubre de 1848 en Viena.

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Hemos visto cuál era la posición de las distintas clases en Viena después de la victoria del 13 de marzo. Hemos visto también que el movimiento de la Austria alemana se había entrelazado con los sucesos de las provincias no alemanas de Austria, que lo frenaron. No nos queda, pues, sino exponer brevemente las causas que condujeron a esta última y la más temible insurrección de la Austria alemana.

La alta aristocracia y la burguesía bursátil, que habían constituido el principal apoyo extraoficial del Gobierno de Metternich, pudieron, incluso después de los sucesos de marzo, conservar la influencia decisiva en el gobierno, utilizando no sólo la Corte, el ejército y la burocracia, sino aún más el miedo a la «anarquía», que se extendió rápidamente entre las clases medias. No tardaron en aventurarse a lanzar varios globos sonda en forma de ley de la prensa[41], una estrambótica Constitución aristocrática[42] y una Ley electoral basada en la vieja división en estamentos[43]. El llamado ministerio constitucional, compuesto de burócratas medio liberales, tímidos e incapaces, del 14 de mayo, incluso aventuró un ataque directo contra las organizaciones revolucionarias de las masas, disolviendo el Comité Central de los Delegados de la Guardia Nacional y de la Legión Académica[44], cuerpo, formado ex profeso para controlar al gobierno y, en caso de necesidad, alzar contra él a las fuerzas populares. Pero este acto no hizo sino provocar la insurrección del 15 de mayo, por la que el gobierno se vio forzado a reconocer el Comité, anular la Constitución y la Ley electoral y dar atribuciones para redactar una nueva ley fundamental a la Dieta Constitucional, que se eligiese por sufragio universal. Todo esto fue confirmado al día siguiente en una proclama imperial. Pero el partido reaccionario, que también tenía a sus representantes en el gobierno, no tardó en compeler a sus colegas «liberales» a atentar de nuevo a las conquistas del pueblo. La Legión Académica, baluarte del partido del movimiento y centro de la continua agitación, se hizo por lo mismo odiosa a los ciudadanos más moderados de Viena; el 26 del mismo, un decreto del gobierno la disolvió. Tal vez este golpe hubiese tenido éxito de haberse encomendado el cumplimiento de la orden sólo a parte de la Guardia Nacional; pero el gobierno, que tampoco tenía confianza en esta guardia, puso en juego a las tropas, y la Guardia Nacional dio la vuelta en el acto y se unió con la Legión Académica, desbaratando así los planes del gobierno.

Entretanto, el Emperador[*] y su Corte habían abandonado el 16 de mayo a Viena y huido a Innsbruck, donde, rodeado de tiroleses fanáticos cuya lealtad se despertó con nueva fuerza debido


[*] Fernando I (N. de la Edit.)

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al peligro de que el ejército sardo-lombardo, apoyado por las tropas de Radetzky, que estaban en Innsbruck a tiro de cañón, invadiese el país, encontró asilo el partido contrarrevolucionario, y desde allí, incontrolado, inobservado y seguro, pudo reunir sus fuerzas dispersas, urdir y extender por todo el país una red de intrigas. Se restablecieron las relaciones con Radetzky, Jellachich y Windischgrätz, así como con los hombres de confianza de la jerarquía administrativa de las diferentes provincias; se tramaron también intrigas con los jefes eslavos; y así se formó una fuerza real a disposición de la camarilla contrarrevolucionaria, mientras que se dejó a los impotentes ministros de Viena malversar su breve y débil popularidad en continuos choques con las masas revolucionarias y en los debates de la Dieta Constituyente, que se convocó luego. Así, la política consistente en dejar que el movimiento en la capital siguiese su propia marcha durante algún tiempo, política que en un país centralizado y homogéneo, como Francia, debía haber hecho omnipotente al partido del movimiento, en Austria, heterogéneo conglomerado político, fue uno de los medios más seguros de reorganizar las fuerzas de la reacción.

En Viena, la clase media, persuadida de que luego de tres derrotas sucesivas y, ante la faz de la Dieta Constituyente, basada en el sufragio universal, el partido de la Corte ya no era un enemigo tan temible, fue cayendo más y más en ese cansancio, esa apatía y esa eterna aspiración al orden y la tranquilidad que siempre invaden a esta clase después de las conmociones violentas y de la desorganización consiguiente de la vida económica. Los fabricantes de la capital austríaca se limitan casi exclusivamente a producir artículos de lujo cuya demanda ha disminuido mucho, como es natural, desde el estallido de la revolución y la huida de la Corte. Los llamamientos a volver al sistema regular de gobierno y al retorno de la Corte, con lo que se esperaba reanimar la prosperidad comercial, se generalizaron entre las clases medias. La apertura de la Dieta Constituyente en julio fue aplaudida con entusiasmo como si implicase el fin de la era revolucionaria; de igual manera se aplaudió el retorno de la Corte que, después de las victorias de Radetzky en Italia y del advenimiento del Gobierno reaccionario de Doblhoff, se creyó lo suficiente fuerte para no temer el empuje del pueblo y que, al mismo tiempo, consideraba necesaria su presencia en Viena para llevar hasta el fin sus intrigas con la mayoría eslava de la Dieta. Mientras la Dieta Constituyente discutía las leyes sobre la emancipación de los campesinos de las trabas feudales y del trabajo forzado para la nobleza, la Corte realizó con éxito una hábil maniobra. Se propuso al Emperador pasar revista a la Guardia Nacional el 19 de agosto; la familia imperial, los cortesanos y los generales rivalizaban en adular a los ciudadanos

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armados que ya de por sí se ufanaban de verse públicamente reconocidos como uno de los cuerpos importantes del Estado; e inmediatamente después se publicó una orden firmada por el señor Schwarzer, el único ministro popular del gabinete, según la cual el gobierno suprimía los subsidios que venía concediendo a los obreros sin trabajo. La añagaza salió bien; los obreros hicieron una manifestación; los guardias nacionales burgueses se pronunciaron a favor del decreto de su ministro; fueron lanzados contra los «anarquistas», y el 23 de agosto ellos se arrojaron como tigres contra los obreros inermes, que no se les ofrecieron resistencia, y los ametrallaron a mansalva. Así, la unidad de la fuerza revolucionaria fue rota; la lucha de clase entre la burguesía y los proletarios también llegó en Viena a un estallido sangriento, y la camarilla contrarrevolucionaria vio que se aproximaba el día en que podría dar su gran golpe.

Los asuntos húngaros no tardaron en dar la oportunidad de proclamar abiertamente los principios por los que la camarilla contrarrevolucionaria intentaba actuar. El 5 de octubre, un decreto imperial publicado en la Wiener Zeitung[45], gaceta oficial, decreto que no llevaba la firma de ningún ministro responsable de Hungría, declaraba disuelta la Dieta Húngara y nombraba Gobernador civil y militar de este país a Jelacic, ban de Croacia, líder de la reacción eslava del sur que llevaba una guerra declarada contra las autoridades legales de Hungría. Al mismo tiempo, las tropas dislocadas en Viena recibieron la orden de ponerse en marcha y formar parte del ejército que había de reforzar la autoridad de Jelacic. Pero eso significaba enseñar demasiado la oreja; cada habitante de Viena sintió que la guerra contra Hungría era una guerra contra el principio de gobierno constitucional, principio que en el mismo decreto era vulnerado por la tentativa del Emperador de promulgar decretos con vigor legal sin la firma del ministro responsable. El 6 de octubre, el pueblo, la Legión Académica y la Guardia Nacional de Viena se sublevaron en masa y se opusieron al envío de tropas. Algunos granaderos se pasaron al lado del pueblo; hubo una breve escaramuza entre las fuerzas populares y las tropas; el ministro de la Guerra, Latour, recibió muerte de mano del pueblo, y por la tarde éste obtuvo la victoria. Mientras tanto, el ban Jelacic, derrotado en Stuhlweissenburg[*] por Perczel, se refugió cerca de Viena en territorio austríaco; las tropas vienesas, que debían ponerse en marcha para ayudarlas, adoptaron ahora una posición ostentativa de hostilidad y defensa contra él; y el Emperador y la Corte huyeron de nuevo a Olmültz[**], territorio semieslavo.


[*] La denominación húngara es Székesfehérvar. (N. de la Edit.)
[**] La denominación checa es Olomouc. (N. de la Edit.)

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Pero en Olmütz, la Corte se encontró en circunstancias muy distintas de las que había habido en Innsbruck. Ahora tenía la posibilidad de empezar inmediatamente la campaña contra la revolución. Fue rodeado por los diputados eslavos de la Constituyente, que volaron en masa a Olmültz, y por los entusiastas eslavos de todas partes de la monarquía. La campaña debía ser, a ojos suyos, una guerra por el restablecimiento del eslavismo y de exterminio de los dos invasores de lo que se tenía por suelo eslavo, contra los alemanes y los húngaros. Windischgrätz, el conquistador de Praga, ahora jefe del ejército concentrado alrededor de Viena, se convirtió de pronto en el héroe de la nacionalidad eslava. Y su ejército vino a concentrarse rápidamente desde todas partes. Desde Bohemia, Moravia, Estiria, Austria superior e Italia salieron regimiento tras regimiento por las carreteras que convergían en Viena para adherirse a las tropas de Jelacic y de la ex guarnición de la capital. Más de sesenta mil hombres se unieron así hacia fines de octubre y no tardaron en comenzar a golpear la ciudad imperial por todos los lados hasta que, el 30 de octubre, avanzaron lo suficiente para aventurarse al ataque decisivo.

Entretanto, la confusión y el desamparo se adueñaron de Viena. Tan pronto como se consiguió la victoria, la clase media volvió a desconfiar como antes de los obreros «anárquicos»; los obreros que recordaban perfectamente el trato que les había dado sesis semanas antes la burguesía armada y la política inconsecuente, llena de vacilaciones, de las clases medias en su totalidad, no les querían confiar la defensa de la ciudad y exigieron armas y la organización militar para ellos mismos. La Legión Académica, impaciente por combatir el despotismo imperial, era totalmente incapaz de comprender la naturaleza del extrañamiento de las dos clases y, en general, no podía comprender las necesidades de la situación. Cundió la confusión entre la gente y los medios dirigentes. Los restos de la Dieta, diputados alemanes y varios eslavos, que, salvo raros diputados revolucionarios polacos, hicieron de espías para los amigos de Olmültz, se reunieron en sesión permanente, pero, en vez de obrar con resolución, perdieron el tiempo en debates vanos sobre la posibilidad de resistir al ejército imperial sin rebasar los límites de lo tolerable por la Constitución. El comité de Seguridad, compuesto de diputados de casi todas las instituciones populares de Viena, si bien estaba resuelto a resistir, se encontraba dominado por una mayoría de ciudadanos y pequeña burguesía que jamás permitieron seguir ninguna línea de acción decidida y enérgica. El consejo de la Legión Académica adoptó resoluciones heroicas, pero no era capaz en absoluto de asumir la dirección. Los obreros, rodeados de la desconfianza, desarmados y desorganizados, que apenas habían salido de la esclavitud espi-

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ritual en que los tenía el viejo régimen, aún no lo suficiente despiertos para comprender, pero sí ya para sentir instintivamente su posición social y la línea política de acción que les convenía, podían hacerse oír sólo en estruendosas manifestaciones; no se podía esperar que vencieran todas las dificultades del momento. Pero, lo mismo que por doquier en Alemania durante la revolución, estaban preparados para luchar hasta el fin en cuanto obtuvieran armas.

Tal era el estado de las cosas en Viena. Fuera de la ciudad, el ejército austríaco reorganizado, que cobró ánimos con las victorias de Radetzky en Italia; sesenta o setenta mil hombres bien armados, bien organizados y, si no bien mandados, al menos con jefes. Dentro, confusión, contradicciones de clase y desorganización; una Guardia Nacional con una parte que había decidido no luchar en general, otra parte que estaba indecisa y sólo una pequeña parte dispuesta a actuar; una masa proletaria poderosa en número pero sin dirigentes ni preparación política alguna, igualmente presa del pánico que de los arrebatos casi inmotivados de furia, propensa a creer cualquier bulo, ansiosa de entrar en combate, pero sin armas, al menos al principio, y sólo mal armada y organizada de cualquier manera cuando, al fin, fue conducida a la batalla; una Dieta desvalida que seguía enzarzada en disputas sobre sutilidades teóricas cuando el techo que cubría a los diputados estaba ya casi envuelto en llamas; un Comité dirigente sin ánimos ni energía. Todo había cambiado desde las jornadas de marzo y mayo cuando, en el campo contrarrevolucionario, todo era confusión y cuando la única fuerza reorganizada era la creada por la revolución. Apenas si podía caber duda de cuál sería el desenlace de la lucha, y si había alguna, la disiparon los acontecimientos del 30 y 31 de octubre y del 1 de noviembre.

Londres, marzo de 1852

 

XII

EL ASALTO DE VIENA.
LA TRAICION A VIENA

Cuando, concentrado al fin, el ejército de Windischgrätz comenzó el ataque a Viena, las fuerzas que se pudieron movilizar para defender la capital fueron completamente insuficientes. Sólo a cierta parte de la Guardia Nacional se pudo enviar a las trincheras. Bien es verdad que, en última instancia, se organizó presurosamente una Guardia Proletaria, pero como quiera que la ten-

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tativa de utilizar de esa manera esta valiente, enérgica y más numerosa parte de la población fue demasiado tardía, hubo poco tiempo para instruirla en el manejo de las armas y los rudimentos más elementales de la disciplina para que ofreciera venturosa resistencia. Así, la Legión Académica, cuyos efectivos eran de tres a cuatro mil hombres bien adiestrados y hasta cierto punto disciplinados, valientes y llenos de entusiasmo, fue, hablando en términos militares, la única fuerza en condiciones de cumplir airosamente su cometido. Mas ¿qué eran ellos, con los pocos Guardias Nacionales seguros y con la masa desordenada de proletarios armados frente a las fuerzas regulares mucho más numerosas de Windischgrätz, sin hablar ya de las hordas rufianescas de Jelacic, hordas que eran, por la propia naturaleza de sus costumbres, muy útiles para una guerra en la que había que tomar casa por casa y callejón por callejón? ¿Y qué otra cosa, sino varios cañones viejos y desgastados, con malas cureñas y malos servidores, podían oponer los sublevados a la numerosa y perfectamente equipada artillería que Windischgrätz empleó con tan pocos escrúpulos?

Cuanto más cerca estaba el peligro, tanto más aumentaba la confusión en Viena. La Dieta no se atrevió hasta el último momento a pedir la ayuda del ejército húngaro de Perczel, acampado a pocas leguas de la capital. El Comité de Seguridad[*] adoptó resoluciones contradictorias que reflejaban, lo mismo que las masas populares armadas, los flujos y reflujos de la marea de rumores de lo más dispares. Todos estaban de acuerdo sólo en un punto: en el respeto a la propiedad, respeto tan imponente que, en las circunstancias dadas, parecía casi cómico. Se hizo muy poco para elaborar hasta el fin el plan de la defensa. Bem, el único que podía salvar a Viena, si es que había por entonces en la capital alguien capaz de hacerlo, como era un extranjero casi desconocido, de origen eslavo, renunció a la tarea bajo el peso de la desconfianza general. Si hubiera insistido, pudo haber sido linchado como traidor. Messenhauser, el jefe de las fuerzas sublevadas, que valía más como novelista que como oficial incluso de graduación inferior, no servía en absoluto para su papel; no obstante, ocho meses después de luchas revolucionarias, el partido popular no produjo ni adquirió a ningún militar más diestro que él. Así comenzó la batalla. Los vieneses, de tomar en consideración sus medios de defensa, totalmente insuficientes, y la ausencia absoluta de preparación y organización militar, opusieron una resistencia de lo más heroica. En muchos lugares, la orden que dio Bem, cuando asumía el mando, de «defender esta posición hasta el último hombre» fue cumplida a rajatabla. Pero pudo más la fuerza. La artillería im-


[*] Véase el presente tomo, pág. 335 (N. de la Edit.)

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perial fue barriendo barricada tras barricada en las largas y anchas avenidas que forman las calles principales de los suburbios; y a la tarde del segundo día de lucha, los croatas ocuparon la fila de casas situadas frente a la explanada de la Vieja Ciudad. Un ataque débil y desordenado del ejército húngaro acabó en un fracaso completo; y mientras algunas unidades dislocadas en la Ciudad Vieja capitulaban, otras vacilaban y sembraban la confusión, y los restos de la Legión Académica hacían nuevas fortificaciones, las tropas imperiales irrumpieron en la Ciudad Vieja y, aprovechando la confusión general, la tomaron por asalto.

Las consecuencias inmediatas de esta victoria, las brutalidades y ejecuciones llevadas a efecto por la ley marcial y las inauditas crueldades e infamias que las desenfrenadas hordas eslavas cometieron contra Viena son harto conocidas para entrar aquí en detalles. Las consecuencias ulteriores y el nuevo giro que la derrota de la revolución en Viena dio enteramente a los asuntos alemanes serán expuestos más adelante. Quedan por examinar dos puntos en relación con el asalto a Viena. El pueblo de esta capital tenía dos aliados: los húngaros y el pueblo alemán. ¿Dónde estaban a la hora de la prueba?

Hemos visto que los vieneses, con toda la generosidad de un pueblo recién liberado, se alzaron por una causa que, si bien era en última instancia privativa de ellos, lo era también, en primer orden y sobre todo, de los húngaros. Y prefirieron recibir ellos el golpe primero y más terrible antes que permitir la marcha de las tropas austríacas contra Hungría. Y mientras ellos acudieron así, notablemente, en apoyo de sus aliados, los húngaros, actuando con éxito contra Jelacic, lo repelieron hacia Viena y, con su victoria, acrecentaron la fuerza que iba a atacar a esta ciudad. En estas circunstancias, Hungría tenía el indudable deber de apoyar sin demora y con todas las fuerzas disponibles, no a la Dieta de Viena y no al Comité de Seguridad u otra institución cualquiera de esta capital, sino a la revolución vienesa. Y si los húngaros olvidaron incluso que Viena había dado la primera batalla por Hungría, no debieron haber olvidado, en beneficio de su propia seguridad, que Viena era el único puesto avanzado de la independencia húngara y que si ella caía, nada podría detener el avance de las tropas imperiales contra Hungría. Ahora sabemos muy bien todo lo que los húngaros pudieron argüir en defensa de su inactividad durante el sitio y el asalto de Viena: el estado insatisfactorio de sus propias fuerzas, la renuncia de la Dieta y de las otras instituciones oficiales de Viena a llamarlos en su ayuda, la necesidad de mantenerse dentro del terreno constitucional y de eludir las complicaciones con el poder central de Alemania. Pero el hecho es, en cuanto al estado insatisfactorio del ejército húngaro, que

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durante los primeros días siguientes de la revolución de Viena y a la llegada de Jellachich, no había ninguna necesidad de emplear las tropas regulares, ya que las austríacas aún estaban muy lejos de concentrarse, y el desarrollo enérgico e incesante del éxito después de la primera victoria sobre Jelacic, incluso con las solas fuerzas del Landsturm[*] que combatía cerca de Stuhlweissenburg, habría sobrado para entrar en contacto con los vieneses y demorar medio año toda concentración del ejército austríaco. En la guerra, sobre todo en la guerra revolucionaria, la rapidez de acción, en tanto no se alcance algún éxito decisivo, es una regla fundamental; y afirmamos, sin dejar lugar a ninguna duda, que Perczel, por razones puramente militares, no debió haber parado hasta unirse con los vieneses. Es verdad que se corría cierto riesgo, pero ¿quién ha ganado alguna vez una batalla sin arriesgar algo? ¿Y no arriesgaba nada el pueblo de Viena, con una población de cuatrocientos mil habitantes, al atraer contra sí las fuerzas que se habían puesto en marcha para someter a doce millones de húngaros? La falta cometida al aguardar que los austríacos reunieran fuerzas y al hacer luego una débil manifestación en Schwechat que acabó, como era de esperar, en una derrota sin gloria, fue un error militar que entrañaba sin duda más riesgo que una marcha decidida hacia Viena contra las desbandadas hordas de Jelacic.

Pero se dice que ese avance de los húngaros, en tanto no fuese autorizado por alguna institución oficial, habría sido una violación del territorio alemán, habría dado lugar a complicaciones con el poder central de Francfort y habría sido, sobre todo, un abandono de la política constitucional legal que daba fuerza a la causa húngara. ¡Pues las instituciones oficiales de Viena eran unas nulidades! ¿Se habían alzado en defensa de Hungría la Dieta y los comités populares o había sido el pueblo de Viena, y nadie más que él, quien empuñara las armas para dar la primera batalla por la independencia de Hungría? No era ni este ni el otro cuerpo oficial de Viena el que importaba apoyar: todas estas instituciones podían ser derrocadas, y lo habrían sido sin tardanza durante el desarrollo de la revolución, mas fue el auge del movimiento revolucionario y el avance ininterrumpido de las propias acciones del pueblo lo único que se planteaba y lo único que podía salvar a Hungría de la invasión. Las formas que este movimiento revolucionario pudiera adoptar posteriormente atañían a los vieneses, y no a los húngaros, puesto que Viena y la Austria alemana en general seguían siendo aliadas de los húngaros contra el enemigo común. Pero cabe preguntar si en este vehemente deseo del Gobierno húngaro de lograr alguna autorización casi legal no se debe ver el primer sín-


[*] Milicia popular (N. de la Edit.)

 

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toma claro de la pretensión a una legalidad bastante dudosa que, si no salvó a Hungría, sí produjo al menos muy buena impresión, algo más tarde, en el público burgués de Inglaterra.

En cuanto al pretexto de posibles conflictos con el poder central de Alemania en Francfort, no tenía ningún fundamento. Las autoridades de Francfort habían sido derrocadas de facto por la victoria de la contrarrevolución en Viena; y hubieran sido derrocadas igualmente incluso en el caso de que la revolución hubiese contado allí con apoyo suficiente para derrotar a sus enemigos. Por último, el gran argumento de que Hungría no debía abandonar el terreno legal y constitucional, podía ser muy del agrado de los librecambistas británicos, pero la historia jamás lo reconocerá satisfactorio. Supongamos que el 13 de marzo y el 6 de octubre los vieneses se hubieran atenido a los medios «legales y constitucionales». ¿Cuál habría sido el destino de ese movimiento «legal y constitucional» y de todas las gloriosas batallas que dieron a conocer por primera vez a Hungría al mundo civilizado? Ese mismo terreno legal y constitucional sobre el que, se asegura, pisaban los húngaros en 1848 y 1849, fue conquistado para ellos el 13 de marzo por la sublevación en alto grado ilegal y anticonstitucional del pueblo de Viena. No nos proponemos aquí examinar la historia de la revolución de Hungría, pero nos parece oportuno señalar que es totalmente inadecuado aplicar sólo medios legales de resistencia contra un enemigo que se mofa de esos escrúpulos; y si agregamos que, de no haber sido por esa eterna pretensión de legalidad que Görgey aprovechó y volvió contra el gobierno, la devoción del ejército de Görgey a su general y la vergonzosa catástrofe de Vilagos habrían sido imposibles[46]. Y cuando, en las últimas fechas de octubre de 1848 los húngaros cruzaron al fin el Leitha para salvar el honor del Imperio, ¿acaso no era eso ilegal en la misma medida que lo hubiera sido cualquier ataque inmediato y resuelto?

Se sabe que no abrigamos sentimientos de enemistad a Hungría. Estuvimos a su lado durante la lucha; podemos decir con pleno derecho que nuestro periódico, la Neue Rheinische Zeitung, contribuyó más que ningún otro a hacer que la causa de los húngaros fuese popular en Alemania, explicando la naturaleza de la lucha entre los magiares y los eslavos y escribiendo de la guerra húngara en una serie de artículos que han tenido el mérito de ser plagiados en casi todos los libros escritos posteriormente sobre este tema, sin exceptuar ni los trabajos de los propios húngaros ni de los «testigos oculares». Incluso hoy vemos en Hungría a una aliada indispensable y natural de Alemania en cualquier futura convulsión que se produzca en el continente. Pero hemos sido lo suficiente severos con relación a nuestros propios compatriotas para tener el derecho a expresar libremente la opinión que nos merecen nues-

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tros vecinos; además, hemos registrado aquí los hechos con la imparcialidad del historiador y debemos decir que, en este caso particular, la generosa valentía del pueblo de Viena ha sido no sólo mucho más noble, sino también mucho más perspicaz que la cautelosa circunspección del Gobierno húngaro. Y, como alemanes que somos, podemos permitirnos declarar que no habríamos trocado el alzamiento espontáneo y aislado y la heroica resistencia del pueblo de Viena, compatriotas nuestros que dieron a los húngaros tiempo para organizar el ejército que pudo realizar tan grandes proezas, por ninguna de las ostentosas victorias y gloriosas batallas de la campaña húngara.

El segundo aliado de Viena era el pueblo alemán. Pero estaba enzarzado en todas partes en la misma lucha que los vieneses. Francfort, Baden y Colonia acababan de ser derrotadas y desarmadas. En Berlín y Breslau[*] el pueblo y las tropas estaban de punta y se esperaba el choque de un día para otro. Lo mismo sucedía en todos los centros locales del movimiento. Por doquier había cuestiones pendientes que podían ventilarse únicamente mediante la fuerza de las armas; y ahí fue donde se dejaron sentir con fuerza por primera vez las consecuencias desastrosas de la continuación del viejo desmenbramiento y descentralización de Alemania. Las diversas cuestiones de cada Estado, de cada provincia y de cada ciudad eran las mismas en lo fundamental; pero se presentaron en todo lugar de manera diferente y en distintas circunstancias, y su grado de madurez era distinto en cada lugar. Por eso, ocurrió que mientras en cada localidad se sentía la gravedad decisiva de los sucesos de Viena, aún no se podía dar ningún golpe importante con alguna esperanza de que fuese una ayuda para los vieneses o emprender una operación de diversión a favor suyo; nada quedaba en su ayuda más que el Parlamento y el poder central de Francfort; y esa ayuda se recabó desde todas partes; ¿pero qué hicieron ellos?

El Parlamento de Francfort y el hijo bastardo que dio a luz del incestuoso ayuntamiento con la vieja Dieta alemana, el así denominado poder central, aprovecharon el movimiento de Viena para mostrar su completa nulidad. Esta despreciable Asamblea, como ya hemos visto, había perdido mucho antes su virginidad y, pese a su juventud, ya se iba cubriendo de canas y adquiriendo experiencia en todos los artificios y prácticas de la prostitución seudodiplomática. De todos los sueños e ilusiones de poderío, de regeneración y unidad de Alemania, que se adueñaron de ella en un principio, no quedaba nada más que un cúmulo de estrepitosas frases teutónicas que se repetían en cada ocasión y una fe firme de cada miembro individual en su propia importancia y en la cre-


[*] El nombre polaco es Wroclaw. (N. de la Edit.)

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dulidad del público. La ingenuidad original quedó descartada; los representantes del pueblo alemán se habían convertido en hombres prácticos, es decir, habían sacado en limpio que cuanto menos hiciesen y más charlasen tanto más segura sería su posición de regidores de los destinos de Alemania. Eso no implica que estimasen superfluas sus sesiones; todo lo contrario; pero descubrieron que todas las cuestiones realmente grandes eran terreno vedado para ellos, y mejor harían si se mantuviesen lejos de ellos. Pues bien, lo mismo que en el concilio de los sabios bizantinos de los tiempos de la decadencia del Imperio, discutían con un empaque y una asiduidad, dignos del sino que a la larga les tocó en suerte, dogmas teóricos hacía tiempo dilucidados en todas las partes del mundo civilizado o ínfimas cuestiones prácticas que jamás condujeron a ningún resultado práctico. Así, siendo la Asamblea una especie de Escuela de Lancaster[47], en la que los diputados se dedicaban a instruirse mutuamente y siendo, por tanto, muy importante para ellos mismos, estaban persuadidos de que hacían más aún de lo que el pueblo alemán podía esperar y consideraban traidor a la patria a todo aquel que tuviese la impudicia de pedirles que llegasen a algún resultado.

Cuando estalló la insurrección en Viena, hubo motivo para hacer un montón de interpelaciones, debates, propuestas y enmiendas que, por supuesto, no condujeron a nada. El poder central hubo de interceder. Envió a dos comisarios, los señores Welcker, ex liberal, y Mosle, a Viena. Las andanzas de Don Quijote y Sancho Panza son una verdadera Odisea en comparación con los heroicos descalabros y maravillosas aventuras de los dos caballeros andantes de la unidad de Alemania. No se atrevieron a ponerse en marcha hacia Viena. Windischgrätz les cantó las cuarenta, el imbécil del Emperador[*] los recibió extrañado, y el ministro Stadion los engañó con la mayor de las desvergüenzas. Sus despachos y cuentas rendidas son quizás la única parte de los trámites que tendrán cierto lugar en la literatura alemana; constituyen una novela satírica excelente, escrita según todas las reglas del género, y son un eterno monumento erigido a la ignominia de la Asamblea y del Gobierno de Francfort.

El ala izquierda de la Asamblea Nacional también envió a Viena a dos comisarios, los señores Fröbel y Roberto Blum, para apoyar allí su autoridad. Cuando se acercaba el peligro, Blum juzgó lleno de razón, que allí se empeñaría la batalla general de la revolución alemana y decidió, sin titubear, jugarse el todo por el todo. Fröbel, por el contrario, era de la opinión de que estaba obligado a conservar su persona para ejercer las importantes funciones de


[*] Fernando I. (N. de la Edit.)

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su puesto en Francfort. Blum era tenido por uno de los hombres más elocuentes de la Asamblea de Francfort; y, por cierto, era el más popular. Su elocuencia no satisfaría los requisitos de cualquier parlamento algo experimentado, pues le agradaban demasiado las declamaciones del tipo de los predicadores alemanes disidentes, y sus argumentos estaban faltos de agudeza filosófica y de conocimiento del lado práctico del asunto. En política, pertenecía a la «democracia moderada», tendencia muy indeterminada que tenía éxito precisamente merced a la falta de determinación de los principios. Mas, así y todo, Roberto Blum era, por naturaleza, un verdadero plebeyo, si bien algo pulido, y, en los momentos decisivos, su instinto plebeyo y su energía plebeya prevalecían sobre sus convicciones y opiniones políticas indecisas. En esos momentos se elevaba muy por encima de su capacidad ordinaria.

Así, del primer vistazo en Viena se percató de que el destino de su país se decidía allí, y no en los debates seudoelegantes de Francfort. Hizo en el acto la elección, abandonó toda idea de retroceso, asumió un puesto de mando en el ejército revolucionario y mostró extraordinaria serenidad y firmeza. El fue quien demoró durante bastante tiempo la caída de la ciudad y mantuvo uno de sus flancos a cubierto de los ataques, incendiando el puente de Tabor sobre el Danubio. Todos saben que después de la toma de Viena por asalto, fue detenido, entregado a los tribunales militares y fusilado. Murió como un héroe. Y la Asamblea de Francfort, aunque llena de miedo, recibió con aparente tranquilidad el sangriento agravio. Adoptó una resolución que, por la suavidad y el comedimiento diplomático de su lenguaje, era más un ultraje a la tumba del mártir asesinado que una condena de deshonor contra Austria. Mas no se podía esperar que esta despreciable Asamblea se resintiera por el asesinato de uno de sus miembros, máxime tratándose de un líder de la izquierda.

Londres, marzo de 1852

 

XIII

LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE PRUSIANA.

LA ASAMBLEA NACIONAL

Viena cayó el 1 de noviembre, y el 9 del mismo mes, la disolución de la Asamblea Constituyente en Berlín mostró cuanto había levantado de golpe este acontecimiento la moral del partido contrarrevolucionario y le había dado fuerza en toda Alemania.

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Los sucesos del verano de 1848 en Prusia se cuentan en muy poco tiempo. La Asamblea Constituyente, o mejor dicho, «la Asamblea elegido con el fin de llegar a un acuerdo con la Corona sobre la Constitución», y su mayoría compuesta de representantes de los intereses de las clases medias, hacía mucho tiempo que habían perdido la estima del público, ya que, por miedo a los elementos más enérgicos de la población, se complicaba en todas las intrigas de la Corte. Confirmó o, mejor dicho, restableció los odiosos privilegios del feudalismo, traicionando así la libertad y los intereses de los campesinos. No fue capaz de redactar una Constitución ni de enmendar en modo alguno la legislación general. Se ocupó casi exclusivamente de dar bonitas definiciones teóricas, de meras formalidades y problemas de etiqueta constitucional. La Asamblea era, en efecto, más bien una escuela de savoir vivre[*] parlamentario para sus miembros que una institución de algún interés para el pueblo. Además, en la Asamblea no había ninguna mayoría estable y casi siempre decidían los problemas las vacilaciones del «centro» que, inclinándose con sus titubeos tan pronto a la derecha como a la izquierda dio al traste primero con el Gabinete de Camphausen y luego con el de Auerswald y Hansemann. Pero mientras los liberales, aquí lo mismo que en todos los demás sitios, dejaron perder la ocasión, la Corte reorganizó a sus elementos de fuerza entre la nobleza y la parte más atrasada de la población rural, así como entre el ejército y la burocracia. Después de la caída de Hansemann se formó un gobierno de burócratas y militares, todos reaccionarios recalcitrantes, que, sin embargo, daba a entender que estaba dispuesto a tomar en consideración las reivindicaciones del Parlamento. Y la Asamblea, que se atenía al cómodo principio de que importaban las «medidas, y no los hombres», toleró que la engañasen tan llanamente que llegó a aplaudir a este Gabinete, en tanto que ella, naturalmente, no dedicaba la menor atención a que este mismo Gabinete iba concentrando y organizando abiertamente las fuerzas contrarrevolucionarias. Por último, cuando la caída de Viena dio la señal, el Rey[**] entregó la dimisión a sus ministros y los sustituyó con «hombres de acción» dirigidos por el actual primer ministro, señor Manteuffel. Entonces la dormida Asamblea sintió de pronto el peligro; emitió un voto de desconfianza al gobierno, el cual respondió al punto con un decreto que mandaba desplazar la Asamblea de Berlín, donde podía, en caso de conflicto, contar con el apoyo de las masas, a Brandenburgo, pequeña ciudad provincial dependiente enteramente del gobierno. La


[* ]Savoir vivre: cortesía, tacto, conocimiento del trato social. (N. de la Edit.)
[**] Federico Guillermo IV. (N. de la Edit.)

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Asamblea, no obstante, declaró que sin su consentimiento no se podía ni aplazar sus sesiones, ni ser trasladada a otro lugar, ni disuelta. Mientras tanto, el general Wrangel entró en Berlín al frente de unos cuarenta mil soldados. Una reunión de los síndicos municipales y de los oficiales de la Guardia Nacional acordó no ofrecer ninguna resistencia. Y luego que la Asamblea y la burguesía liberal, que la apoyaba, dejaron al partido reaccionario unido que ocupara todas las posiciones importantes y les quitara de las manos casi todos los medios de defensa, comenzó la gran comedia de «resistencia pasiva y legal» que, a juicio de ellos, debía ser una gloriosa imitación del ejemplo de Hampden y de los primeros esfuerzos de los norteamericanos en la guerra de la Independencia[48]. En Berlín se declaró el estado de sitio y se mantuvo la calma; la Guardia Nacional fue disuelta por el gobierno, y entregó las armas con la mayor puntualidad. La Asamblea fue acosada y trasladó sus sesiones de un lugar a otro durante dos semanas, y en todas partes la disolvían los militares; y los diputados de la Asamblea rogaban a los ciudadanos que mantuviesen la tranquilidad. Por último, cuando el gobierno declaró disuelta la Asamblea, ésta adoptó una resolución declarando ilegales las exacciones de los impuestos, y sus miembros fueron por el país para organizar la negativa al pago de los impuestos. Pero vieron que se habían equivocado desastrosamente en la elección de medios. Tras unas semanas de agitación, seguidas de severas medidas del gobierno contra la oposición, todos abandonaron la idea de negarse al pago de los impuestos para complacer a esta difunta Asamblea que no había tenido siquiera la valentía de defenderse.

El que las primeras fechas de noviembre de 1848 fuese ya demasiado tarde para intentar oponer resistencia armada o el que una parte del ejército, al encontrar seria oposición, se hubiese pasado al lado de la Asamblea, decidiendo así el litigio a su favor, es una cuestión que jamás se podrá resolver. Pero en la revolución, lo mismo que en la guerra, es siempre necesario presentar un frente robusto, y el que ataca lleva ventaja. Y en la revolución, lo mismo que en la guerra, es de la mayor necesidad ponerlo todo a una carta en el momento decisivo, cualquiera que sea la oportunidad. No hay una sola revolución triunfante en la historia que no pruebe la verdad de este axioma. Y aquí, el momento decisivo para la revolución prusiana había llegado en noviembre de 1848; la Asamblea, oficialmente a la cabeza de todos los intereses revolucionarios, no mostró ni un frente robusto, ya que retrocedía ante cada avance del enemigo; y aún menos atacó, ya que optó por no defenderse siquiera; y cuando llegó el momento decisivo, cuando Wrangel, al frente de cuarenta mil hombres, llamó a las puertas de Berlín, en vez de encontrar, como lo esperaban él y sus oficiales, todas las

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calles obstruidas con barricadas y cada ventana convertida en una aspillera, halló las puertas abiertas de par en par y las calles obstruidas únicamente por los pacíficos berlineses disfrutando de la broma que les habían gastado por entregarse atados de pies y manos a los soldados, perplejos. Bien es verdad que la Asamblea y el pueblo, de haber resistido, pudieron haber sido derrotados; Berlín pudo haber sido bombardeado, y muchos millares pudieron haber perecido sin evitar la victoria definitiva del partido realista. Pero ésa no era la razón por la cual hubieran de entregar las armas en el acto. Una derrota después de un tenaz combate es un hecho de mucha mayor importancia revolucionaria que una victoria ganada fácilmente. Las derrotas de París en junio de 1848 y de Viena en octubre del mismo año revolucionaron efectivamente más las mentes del pueblo de estas dos ciudades que las victorias de febrero y marzo. La Asamblea y el pueblo de Berlín habrían compartido probablemente el destino de las dos antemencionadas ciudades: pero habrían caído con gloria y dejado en pos de sí, en las mentes de los supervivientes, un deseo de venganza que, en tiempos de revolución, es uno de los más altos incentivos para la acción enérgica y apasionada. No cabe la menor duda de que, en toda batalla, el que levanta el guante corre el riesgo de ser derrotado; mas ¿es acaso ésta una razón para que se confiese derrotado y se someta al yugo sin haber desenvainado la espada?

En una revolución, el que manda una posición decisiva y la rinde, en vez de obligar al enemigo a que pruebe sus fuerzas en el asalto, merece siempre el trato de traidor.

El propio decreto del Rey de Prusia para disolver la Asamblea Constituyente proclamaba también una nueva Constitución fundada en el proyecto que había redactado un comité de esta Asamblea, ampliando en algunos puntos los poderes de la Corona y poniendo en tela de juicio, en otros, los del Parlamento. La Constitución estatuía dos cámaras que debían reunirse en breve con el fin de examinarla y aprobarla.

No vale la pena preguntar dónde estaba la Asamblea Nacional Alemana durante la lucha «legal y pacífica» de los constitucionalistas prusianos. Estaba, como de costumbre, en Francfort, dedicada a aprobar resoluciones muy tímidas contra los procedimientos del Gobierno prusiano y admirar el «imponente espectáculo de la resistencia pasiva, legal y unánime de todo un pueblo contra la fuerza bruta». El Gobierno central envió a comisarios a Berlín para interceder entre el Gobierno y la Asamblea; pero corrieron la misma suerte que sus predecesores en Olmütz y fueron puestos cortésmente de patitas en la calle. La izquierda de la Asamblea Nacional, es decir, el denominado Partido Radical, envió también a comisarios; pero luego de convencerse sobradamente de la com-

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pleta invalidez de la Asamblea de Berlín y confesar su propio desamparo igual, volvieron a Francfort a dar cuenta del éxito obtenido y testimonio de la admirable conducta pacífica de la población de Berlín. Y por si eso fuera poco, cuando el señor Bassermann, uno de los comisarios del Gobierno central, informó que las últimas medidas restrictivas de los ministros prusianos no carecían de fundamento, ya que durante el último tiempo se veían deambular por las calles de Berlín tipos de feroz planta como los que siempre aparecen en la víspera de los movimientos anarquistas (y que desde entonces son denominados siempre «tipos de Bassermann»), estos dignos diputados de la izquierda y enérgicos representantes del interés revolucionario se alzaron de sus escaños en el acto para atestiguar, bajo juramento, ¡que no había ocurrido nada de eso! Así, al cabo de dos meses, la total impotencia de la Asamblea de Francfort fue demostrada con toda evidencia. No se podrían imaginar pruebas más fehacientes de que esta institución no servía en absoluto para cumplir sus funciones; más aún, de que no había tenido ni la idea más remota de cuál era su misión. El hecho de que tanto en Viena como en Berlín se decidiera el destino de la revolución, de que en ambas capitales las cuestiones más importantes y vitales se resolvían como si la Asamblea de Francfort no existiera en absoluto, este solo hecho es suficiente para dilucidar que la institución tratada no era más que un club de discusión compuesto por una sarta de simplones que permitían al gobierno manejarlos como títeres parlamentarios que eran exhibidos para entretener a los tenderos y artesanos de los pequeños Estados y de las minúsculas ciudades en tanto se tenía por conveniente distraer la atención de estos partidos. No tardaremos en ver el tiempo que se creyó conveniente. Pero es un hecho merecedor de atención el que entre todas las «eminencias» de dicha Asamblea no hubiese ninguna que tuviera el menor escrúpulo por el papel que debían representar y que incluso hasta el día de hoy los ex miembros del Club de Francfort conservan los órganos de percepción histórica peculiares de ellos nada más.

Londres, marzo de 1852

 

XIV

EL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN.
LA DIETA Y LA CAMARA

Los primeros meses de 1849 fueron empleados por los gobiernos austríaco y prusiano para aprovechar las ventajas obtenidas en octubre y noviembre de 1848. La Dieta austríaca venía arrastrando desde

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la toma de Viena, una mera existencia nominal en una pequeña ciudad provinciana de Moravia, denominada Kremsier[*], donde los diputados eslavos, que contribuyeron poderosamente con sus electores a sacar al Gobierno austríaco de su postración, recibieron singular castigo por su traición a la revolución europea; tan pronto como el gobierno hubo recuperado su fuerza, trató a la Dieta y a su mayoría eslava con el mayor de los desprecios, y cuando los primeros éxitos de las armas imperiales anunciaron la rápida terminación de la guerra húngara, la Dieta fue disuelta el 14 de marzo, y los diputados desalojados por la fuerza militar. Entonces los eslavos vieron al fin que los habían engañado y clamaron: ¡Vamos a Francfort a seguir allí la oposición que no podemos hacer aquí! Pero era ya demasiado tarde, y el propio hecho de que no tenían otra alternativa que seguir manteniéndose en calma o adherirse a la impotente Asamblea de Francfort fue suficiente para mostrar su extremo desamparo.

Así acabaron, por el momento, y, más probablemente, para siempre, las tentativas de los eslavos de Alemania de recuperar su existencia nacional independiente. Los restos dispersos de los numerosos pueblos cuya nacionalidad y vitalidad política se habían extinguido hacía tiempo y que, en consecuencia, se habían visto obligados a seguir durante casi mil años en pos de una nación más poderosa, que los había conquistado, lo mismo que los galeses en Inglaterra, los vascos en España, los bajos bretones en Francia y, en un período más reciente, los criollos españoles y franceses en las regiones de Norteamérica, ocupadas luego por angloamericanos, estas nacionalidades fenecientes de bohemios, carintios, dálmatas y otros habían procurado aprovechar la confusión general de 1848 para recuperar elstatu quo político que existió en el año 800 de nuestra era. La historia milenaria debió haberles enseñado que semejante regresión era imposible; que si todo el territorio al Este del Elba y el Saale hubo estado ocupado en tiempos por eslavos de familias afines, este hecho no probaba sino la mera tendencia histórica y, al mismo tiempo, el poder físico e intelectual de la nación alemana de someter, absorber y asimilar a sus viejos vecinos orientales; que esta tendencia de absorción de parte de los alemanes ha sido siempre y sigue siendo uno de los medios más poderosos de propagar la civilización de Europa Occidental al Este del continente; que podía detenerse únicamente en el caso de que el proceso de germanización alcanzase la frontera de naciones grandes, compactas y unidas, capaces de una vida nacional independiente, como son los húngaros


[*] El nombre checo es Kromeríz. (N. de la Edit.)

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y, en cierto grado, los polacos; por eso, el destino natural e inevitable de estas naciones fenecientes era permitir el progreso de su disolución y absorción por sus vecinos más fuertes para llevarlo hasta el fin. Por cierto, ésta no es una perspectiva muy halagüeña para la ambición nacional de los soñadores paneslavistas que han alcanzado algunos éxitos agitando a una porción de bohemios y eslavos meridionales; pero ¿pueden esperar ellos que la historia retroceda mil años para complacer a unos cuantos cuerpos enfermizos de personas que en todas partes del territorio que ocupan están mezclados con alemanes y rodeados de alemanes que, desde tiempos casi inmemoriales, no han tenido por todo medio de civilización otra lengua que la alemana y que han carecido de las primerísimas condiciones de existencia nacional, como son una población considerable y comunidad de territorio? Así, el auge del paneslavismo que, por doquier, en los territorios eslavos de Alemania y Hungría, ha sido el velo para el restablecimiento de la independencia de todas estas pequeñas naciones sin número, ha chocado en todas partes con el movimiento revolucionario europeo, y los eslavos, aun pretendiendo luchar por la libertad, han caído invariablemente (excluidos los demócratas polacos) en el bando del despotismo y la reacción. Así ha ocurrido en Alemania, en Hungría e incluso en muchas partes de Turquía. Los traidores a la causa del pueblo, los defensores y puntales principales de las intrigas del Gobierno austríaco se han colocado ellos mismos fuera de la ley ante los ojos de todas las naciones revolucionarias. Y aunque la masa de la población eslava no ha tomado parte en ningún sitio en las pequeñas querellas sobre la nacionalidad promovidas por los líderes del paneslavismo, por el mero hecho de que son demasiado ignorantes, jamás se olvidará que en Praga, una ciudad medio alemana, multitudes de fanáticos eslavos aclamaron y corearon el grito: «¡Más vale el látigo ruso que la libertad alemana!» Después de su fracasada tentativa de 1848 y de la lección que el Gobierno austríaco les dio, no es probable que intenten aprovechar luego ninguna otra oportunidad. Pero si intentasen de nuevo, bajo pretextos similares, aliarse con las fuerzas contrarrevolucionarias, el deber de Alemania es claro. Ningún país que se encuentre en estado de revolución y guerra exterior puede tolerar una Vendée[49] en su propio corazón.

Por cuanto a la Constitución que proclamó el Emperador[*] al mismo tiempo que disolvía la Dieta, no hay necesidad de volver a hablar de ella, pues jamás tuvo ninguna existencia práctica y hoy está abolida por completo. El absolutismo fue restaurado


[*] Francisco-José I. (N. de la Edit.)

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en Austria por entero y en todos los aspectos desde el 4 de marzo de 1849.

En Prusia, las cámaras se reunieron en febrero para ratificar y revisar la nueva Constitución proclamada por el Rey. Se reunieron durante casi seis semanas y mostraron ante el gobierno bastante cortedad y sumisión, si bien no estuvieron lo suficiente preparadas para ir tan lejos como lo deseaban el Rey y sus ministros. Por eso fueron disueltas tan pronto como se presentó la ocasión propicia.

Así, Austria y Prusia se deshicieron por cierto tiempo de las trabas del control parlamentario. Ahora los Gobiernos concentraron todo el poder en sus manos y podían aplicarlo allí donde lo creyeran conveniente: Austria, contra Hungría e Italia; Prusia, contra Alemania, ya que Prusia se estaba preparando también para una campaña de restablecimiento del «orden» en los Estados pequeños.

Ahora, cuando en Viena y Berlín, los dos grandes centros del movimiento en Alemania, había triunfado la contrarrevolución, la lucha quedaba sin decidir sólo en los pequeños Estados, si bien la balanza iba inclinándose allí también más y más en contra de los intereses de la revolución. Estos pequeños Estados, hemos dicho, hallaron un centro común en la Asamblea Nacional de Francfort. Ahora, la denominada Asamblea Nacional, aunque su espíritu reaccionario había sido evidente desde mucho antes, tanto que el propio pueblo de Francfort se había alzado en armas contra ella, su origen era de una naturaleza más o menos revolucionaria; ocupó una posición revolucionaria anormal en enero; jamás había tenido determinada su competencia y había llegado por último a la decisión de que, sin embargo, no había sido reconocida nunca por los Estados grandes, que sus resoluciones tuviesen fuerza de ley. Bajo estas circunstancias, y cuando el partido monárquico constitucionalista veía sus posiciones conquistadas por los absolutistas, que se habían sobrepuesto, no es de extrañar que la burguesía liberal y monárquica de casi toda Alemania cifrara sus últimas esperanzas en la mayoría de esta Asamblea, lo mismo que los pequeños comerciantes y artesanos, núcleo del partido democrático, bajo la presión de los crecientes reveses, se unieron en torno a su minoría que constituía realmente la última agrupación parlamentaria compacta de la democracia. Por otra parte, los gobiernos de los Estados grandes, particularmente el de Prusia, veía más y más la incompatibilidad de ese cuerpo electivo irregular con el sistema monárquico restaurado de Alemania y si no forzaron de golpe la disolución fue sólo porque aún no había llegado el momento y porque Prusia esperaba primero echar mano de él para conseguir sus propios fines ambiciosos.

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Entretanto, la pobre Asamblea fue cayendo por sí sola en mayor confusión cada día. Sus diputados y comisarios eran tratados con el mayor de los desprecios tanto en Viena como en Berlín; uno de sus miembros[*], pese a su inviolabilidad parlamentaria, había sido ejecutado en Viena como un rebelde común. Sus decretos no eran obedecidos por nadie. Y si los Estados grandes los mencionaban en general, era sólo en notas de protesta en las que se disputaba el derecho de la Asamblea a aprobar leyes y disposiciones obligatorias para todos sus gobiernos. El poder ejecutivo central, representante de la Asamblea, estaba enzarzado en querellas diplomáticas con casi todos los gabinetes de Alemania y, a despecho de sus esfuerzos, ni la Asamblea ni el Gobierno central pudieron hacer que Austria o Prusia declarasen cuáles eran, en última instancia, sus propósitos, planes y demandas. La Asamblea comenzó a ver claramente, al menos, que había dejado escapar el poder de sus manos, que se hallaba a la merced de Austria y Prusia y que, si intentaba dar a Alemania una Constitución federal para toda ella, tenía que emprender inmediatamente y con toda seriedad la obra. Muchos de los diputados vacilantes vieron claramente asimismo que los gobiernos los engañaban como querían. Mas ¿qué podían hacer ahora, en su impotente posición? El único paso que aún podía salvarlos habría sido pasarse inmediata y resueltamente al campo del pueblo; pero el éxito, incluso de este paso, era más que dudoso; pero ¿podía haber entre este desamparado, indeciso y miope gentío de seres engreídos que veían bajo el ruido constante de rumores contradictorios y notas diplomáticas su único consuelo y apoyo en las aseveraciones eternamente repetidas de que eran los mejores, los más grandes y sabios del país y que sólo ellos podían salvar a Alemania? ¿Dónde estaban, volvemos a preguntar, entre estas pobres criaturas atontadas por completo en un solo año de vida parlamentaria, los hombres capaces de tomar una resolución rápida y decisiva, sin hablar ya de acciones enérgicas y consecuentes?

El Gobierno austríaco se quitó al fin la careta. En su Constitución del 4 de marzo proclamó a Austria monarquía indivisible con una hacienda común, un sistema aduanero y una organización militar únicos, borrando con ello todas las barreras y diferencias entre las provincias alemanas y no alemanas. Esta declaración fue hecha en contra de las resoluciones y artículos de la proyectada Constitución federal que ya había sido aprobada por la Asamblea de Francfort. Era un desafío de Austria, y la pobre Asamblea no tenía otra opción que recogerlo. Lo hizo con mucha


[*] Roberto Blum. (N. de la Edit.)

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fanfarronería, a lo que Austria, consciente de su fuerza y de la nulidad de la Asamblea, podía tranquilamente no prestar la menor atención. Y para vengarse de Austria por ese insulto, la honorable representación del pueblo alemán, como se denominaba a sí mismo, no vio nada mejor que postrarse ella misma, atada de pies y manos, a las plantas del Gobierno de Prusia. Por increíble que pueda parecer, se hincó de rodillos ante los mismos ministros que había condenado como anticonstitucionales y antipopulares y cuya dimisión reclamara en vano. Los pormenores de esta desgraciada transacción y los tragicómicos sucesos que le sucedieron serán tema de nuestro próximo artículo.

Londres, abril de 1852

 

XV

EL TRIUNFO DE PRUSIA

Llegamos al último capítulo de la historia de la revolución alemana: el conflicto de la Asamblea Nacional con los gobiernos de los diferentes Estados, especialmente el de Prusia, la insurrección de Alemania del Sur y del Oeste y su aplastamiento final por Prusia.

Ya hemos visto la Asamblea Nacional de Francfort en acción. La hemos visto pateada por Austria, insultada por Prusia, desobedecida por los Estados pequeños, engañada por su propio «Gobierno» central, impotente y a su vez engañado por todos los príncipes del país. Mas, por último, las cosas comenzaron a tomar un giro amenazador para esta débil, vacilante e insignificante institución legislativa. Se vio forzada a llegar a la conclusión de que «llevar a efecto la idea sublime de la Alemania Unida es un peligro», el cual significaba, ni más ni menos, que cuanto la Asamblea había hecho y estaba en vías de hacer parecía que acabaría en humo. Así se puso a funcionar con ahínco para llevar hasta el fin lo antes posible su gran obra: la «Constitución imperial».

Hubo, sin embargo, una dificultad. ¿Qué debía ser el poder ejecutivo? ¿Un Consejo Ejecutivo? Pues no: según el sabio parecer de la Asamblea, eso significaría hacer de Alemania una república. ¿Elegir un «presidente»? Eso vendría a ser lo mismo. Así, lo que se debía hacer era restaurar el viejo título imperial. Pero como, naturalmente, el Emperador debía ser un príncipe, ¿por quién se optaría? Ciertamente, por ninguno de los dii minorum

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gentium[*], empezando por Reuss-Schleiz-Greiz-Lobenstein-Ebersdorf[**] y acabando por el rey de Baviera[***]; no lo habrían consentido ni Austria ni Prusia. Podía ser sólo el de uno de estos dos Estados. Mas ¿cuál de ellos? No cabe ninguna duda de que, en otras circunstancias favorables, esta augusta Asamblea seguiría reunida hasta el presente, discutiendo el importantísimo dilema, sin poder llegar a ninguna conclusión de no haber cortado el Gobierno austríaco el nudo gordiano y quitado a la Asamblea los quebraderos de cabeza.

Austria comprendía perfectamente que desde el momento en que pudiera aparecer de nuevo, con todas sus provincias sometidas, ante Europa como una gran potencia europea, la propia ley de la gravitación política atraería a su órbita el resto de Alemania sin la ayuda de ninguna autoridad que pudiera darle una corona imperial concedida por la Asamblea de Francfort. Austria se había hecho mucho más fuerte y había cobrado mucha mayor libertad de movimiento desde que arrojó la impotente corona del Imperio alemán, que trababa su propia política independiente sin agregarle ni un ápice de fuerza ni dentro ni fuera de Alemania. Y en el caso de que Austria no pudiera mantener sus posiciones en Italia e Hungría, también perdería su fuerza en Alemania y jamás podría pretender ya a la corona que se le había escapado de las manos cuando estaba en plena posesión de sus fuerzas. Por eso Austria se pronunció inmediatamente contra todo género de resurrección del poder imperial y reclamó explícitamente la restauración de la Dieta alemana, el único Gobierno central de Alemania conocido y reconocido por los tratados de 1815; y el 4 de marzo de 1849 promulgó una Constitución que no tenía otro sentido que declarar a Austria monarquía indivisible, centralizada e independiente, distinta incluso de la Alemania que la Asamblea de Francfort debía reorganizar.

Esta explícita declaración de guerra no dejó, verdaderamente, a los sabihondos de Francfort otra opción que excluir a Austria de Alemania y crear con los restos de ese país una especie de Imperio Romano Oriental[50], una «Pequeña Alemania»[51] cuyo manto imperial, bastante raído, debía colgar de los hombros de Su Majestad de Prusia. Debe recordarse que esto era el resurgir de un viejo proyecto concebido hacía ya seis u ocho años antes por el partido de los doctrinarios liberales de Alemania Meridional y Central


[*] Literalmente, dioses menores; en sentido figurado, personajes secundarios. (N. de la Edit.)
[**] Enrique LXXII. (N. de la Edit.)
[***] Se alude a Maximiliano II, rey de Baviera. (N. de la Edit.)

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que estimaban una providencia divina las humillantes circunstancias que habían vuelto a poner en primer plano su viejo proyecto como última «baza» para salvar el país.

De acuerdo con eso, en febrero y marzo de 1849, la Asamblea dio fin a los debates de la Constitución imperial junto con la Declaración de los Derechos y de la Ley electoral del Imperio; mas no sin haberse visto obligada a hacer, en muchos puntos importantes, las concesiones más contradictorias, unas veces al partido conservador o, mejor dicho, reaccionario, y otras a las minorías avanzadas de la Asamblea. En efecto, era evidente que el liderazgo de la Asamblea, que había pertenecido antes a la derecha y al centro derecha (conservadores y reaccionarios), fue pasando poco a poco, si bien con lentitud, a la izquierda o a la parte democrática de esta Asamblea. La postura bastante ambigua de los diputados austríacos en la Asamblea, que había excluido a su país de Alemania, y a la que aún eran convocados a asistir y votar, propició la ruptura del equilibrio en la Asamblea; y así, a fines de febrero, el centro izquierda y la izquierda se vieron ya, con la ayuda de los votos austríacos, muy a menudo en mayoría, si bien durante algunas ocasiones la minoría conservadora de los austríacos, totalmente de improviso y para hacer gracia, votaba con la derecha, inclinando de nuevo la balanza hacia el otro lado. Con esos soubresauts[*] repentinos, intentaban despertar el desprecio a la Asamblea, de lo que, por otra parte, no había ninguna necesidad, ya que las masas populares se habían convencido desde hacía tiempo de la total vacuidad e inutilidad de todo lo que partía de Francfort. No es difícil imaginarse qué clase de Constitución se redactó entretanto con todos esos bandazos de uno a otro lado.

La izquierda de la Asamblea, que se creía ser la flor y nata, el orgullo de la Alemania revolucionaria, estaba totalmente embriagada con los escasos y deplorables éxitos obtenidos por la buena o, mejor dicho, mala voluntad de un puñado de políticos austríacos que obraban instigados por el despotismo austríaco y en beneficio de éste. Tan pronto como la mínima aproximación a sus propios principios, no muy bien definidos, recibía, diluida en dosis homeopáticas, una especie de sanción de la Asamblea de Francfort, estos demócratas clamaban que habían salvado el país y el pueblo. Esta pobre gente, corta de entendimiento, ha estado tan poco acostumbrada a lo largo de su vida, nada interesante por lo general, a algo parecido a éxitos que ha creído realmente que sus míseras enmiendas, aprobadas por una mayoría de dos o tres votos, cambiarían la faz de Europa. Desde el mismo


[*] Saltos súbitos. (N. de la Edit.)

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comienzo de su carrera legislativa ha estado más contagiada que cualquier otra minoría de la Asamblea de la incurable enfermedad denominada cretinismo parlamentario, afección que imbuye a sus desgraciadas víctimas la solemne convicción de que todo el mundo, toda su historia, todo su porvenir se rige y determina por una mayoría de votos emitidos en esa singular institución representativa que tiene el honor de contarlos entre sus miembros y que cuanto sucede extramuros de su sede: las guerras, las revoluciones, la construcción de ferrocarriles, la colonización de continentes enteros, los descubrimientos de oro en California, los canales de América Central, los ejércitos rusos y cualquier otra cosa más que pueda pretender a influir algo en los destinos de la humanidad no es nada en comparación con los inconmensurables sucesos que dependen de la solución de cada problema importante, cualquiera que sea, de los que ocupa justamente en esos momentos la atención de su honorable Cámara. De esa manera ha sido cómo el partido democrático de la Asamblea, sólo por haber logrado introducir de contrabando en la «Constitución imperial» algunas de sus recetas, se creyó en primer orden obligada a apoyarla, si bien esta Constitución contradecía flagrantemente en cada punto esencial sus propios principios proclamados tan a menudo; y cuando, al fin, los autores principales de este aborto lo abandonaron a su suerte, dejándoselo en herencia al partido democrático, éste aceptó y defendió dicha Constitución monárquica incluso en oposición a cuantos propugnaban por entonces los propios principios republicanos de este partido.

Pero se debe confesar que la contradicción que se manifestaba en ella era sólo aparente. El carácter indeterminado, autocontradictorio e inmaduro de la Constitución imperial era la mismísima imagen de las políticas inmaduras, confusas y contradictorias de estos señores democráticos. Y si sus propios dichos y escritos, en la medida que ellos podían escribir, no eran una prueba suficiente de ello, sus obras lo serían de sobra: pues entre la gente sensata es algo natural juzgar a una persona no por sus palabras, sino por sus obras; no por quien se quiere hacer pasar, sino por lo que hace y lo que es en realidad; y los hechos de estos héroes de la democracia alemana, como veremos más adelante, hablan con bastante elocuencia por sí mismos. Como quiera que sea, la Constitución imperial, con todos sus apéndices y galas, fue aprobada definitivamente y el 28 de marzo el Rey de Prusia fue elegido Emperador de Alemania, excluida Austria, por 290 votos con 248 abstenciones y unas 200 ausencias. La ironía de la historia fue completa; la farsa imperial representada en las calles del estupefacto Berlín tres días después de la revolución del 18 de marzo de 1848 por Federico Guillermo IV[52] en un estado en que en cualquier

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otro sitio le habría sido aplicada la ley del Estado de Meine contra las bebidas alcohólicas, esta repugnante farsa fue sancionada un año exactamente después por la ficticia Asamblea Representativa de toda Alemania. ¡Tal fue, entonces, el resultado de la revolución alemana!

Londres, julio de 1852

 

XVI

LA ASAMBLEA NACIONAL Y LOS GOBIERNOS

La Asamblea Nacional de Francfort, tras de haber elegido Emperador de Alemania (sin Austria) al rey de Prusia, envió una diputación a Berlín a ofrecerle la corona, y luego aplazó sus sesiones. El 3 de abril de 1848, Federico Guillermo recibió a los diputados. Les dijo que si bien aceptaba el derecho de supremacía sobre todos los otros príncipes de Alemania que la votación de los representantes del pueblo le concedía, no podía aceptar la corona imperial mientras no tuviera la seguridad de que los restantes príncipes reconocerían su supremacía y la Constitución del Imperio que le otorgaba esos derechos. Agregó que era cosa de los gobiernos alemanes estudiar si la Constitución era tal que ellos pudieran ratificarla. En todo caso, dijo para terminar, ciñese la corona imperial o no, estaría siempre dispuesto a desenvainar la espada contra cualquier enemigo exterior o interior. No tardaremos en ver cómo cumplió su promesa de manera bastante inesperada para la Asamblea Nacional.

Luego de una profunda indagación diplomática, los sabihondos de Francfort llegaron finalmente a la conclusión de que esa respuesta era tanto como renunciar a la corona. Entonces (el 12 de abril) resolvieron que la Constitución imperial era la ley del país y debía ser sostenida, y como no sabían cómo obrar en adelante, eligieron el Comité de los treinta para que propusiera modos de cumplimiento de esta Constitución.

Esta resolución fue la señal para el conflicto que se declaró entonces entre la Asamblea de Francfort y los gobiernos alemanes.

Las clases medias, especialmente los pequeños comerciantes y los artesanos, se pronunciaron inmediatamente en pro de la nueva Constitución de Francfort. No podían aguardar más el momento que debía ser «la cumbre de la revolución». En Austria y Prusia la revolución había acabado, por el momento, mediante la intervención de las fuerzas armadas; las clases mencionadas habrían preferido un modo menos violento de llevar a cabo esta

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operación, pero les faltó la oportunidad; la cosa estaba hecha, y había que resignarse a ello: esa era la resolución que adoptaron en seguida y cumplían de la manera más heroica. En los Estados pequeños, donde las cosas habían ido transcurriendo con suavidad relativa, las clases medias hacía mucho que se limitaban a la agitación parlamentaria, tan adecuada a su espíritu, vistosa pero ineficaz por no estar respaldada con fuerza alguna. Los diversos Estados de Alemania, cada uno por separado, parecían haber adquirido así esa forma nueva y definitiva que se suponía les permitiría emprender desde ese momento la vía del desarrollo pacífico y constitucional. Sólo quedaba una cuestión pendiente, y era la de la nueva organización política de la Confederación alemana. Y esta cuestión, la única que aún parecía entrañar peligros, se creía necesario resolverla de golpe. De ahí, la presión ejercida sobre la Asamblea de Francfort por las clases medias para inducirla a que tuviese preparada la Constitución lo antes posible; de ahí la resolución entre la gran burguesía y la pequeña burguesía a aceptar y apoyar esta Constitución, comoquiera que fuese, con tal de crear sin demora un orden estable de las cosas. Así, desde el mismo comienzo, la agitación en pro de la Constitución imperial dimanaba de un sentimiento reaccionario y partió de las clases que hacía ya mucho estaban cansadas de la revolución.

Pero había otro aspecto más de la cuestión. Los principios primeros y fundamentales de la futura Constitución alemana habían sido votados durante la primavera y el verano de 1848, meses en que la agitación popular aún estaba en ascenso. Las resoluciones aprobadas entonces, si bien eran completamente reaccionarias para aquel tiempo, luego de los actos arbitrarios de los gobiernos austríaco y prusiano, parecieron extraordinariamente liberales y hasta democráticos. Había cambiado la medida de comparación. La Asamblea de Francfort no podía, sin suicidarse moralmente, borrar de la cuenta estas resoluciones ya votadas y rehacer la Constitución imperial a imagen de las que los antemencionados gobiernos habían dictado espada en mano. Además, como ya hemos visto, la mayoría de esta Asamblea había cambiado a favor de los partidos liberal y democrático, cuya influencia iba en aumento. Así, la Constitución imperial no sólo se distinguió por su origen, exclusivamente popular en apariencia, sino que, al mismo tiempo, aun estando llena de contradicciones, era la Constitución más liberal de Alemania. Su mayor falta estribaba en que no era más que una hoja de papel sin poder efectivo alguno para su aplicación en la vida.

En esas circunstancias era natural que el denominado partido democrático, es decir, la masa de los pequeños comerciantes y artesanos, se aferrara a la Constitución imperial. Esta clase

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había ido siempre en sus reivindicaciones más allá que la burguesía liberal monárquico-constitucional; había actuado con la mayor intrepidez, había amenazado muy a menudo con oponer resistencia armada y no había escatimado promesas de dar su sangre y su vida en la lucha por la libertad; pero ya había dado multitud de pruebas de que, en el momento de peligro, no se la veía por ninguna parte y de que jamás se había sentido tan bien como al siguiente día de la derrota decisiva, cuando todo estaba ya perdido y le quedaba al menos el consuelo de saber que, de una manera u otra, el asunto ya estaba arreglado. Por eso, mientras la adhesión de los grandes banqueros, fabricantes y comerciantes era de carácter más reservado, más como una simple demostración a favor de la Constitución de Francfort, la clase social que se encontraba justamente por debajo de ellos, nuestros valientes tenderos democráticos dieron un paso adelante con gran ostentación y, como tenían por costumbre, proclamaron que antes derramarían hasta la última gota de sangre que dejarían tirar por los suelos la Constitución imperial.

Apoyado por estos dos partidos, el de la burguesía partidaria de la monarquía constitucional y el de los pequeños comerciantes más o menos democráticos, el movimiento en pro de la inmediata puesta en vigor de la constitución imperial ganó terreno con rapidez y encontró su expresión más poderosa en los parlamentos de varios Estados. Las cámaras de Prusia, Hannover, Sajonia, Baden y Württemberg se pronunciaron a favor de ella. La lucha entre los gobiernos y la Asamblea de Francfort adquirió carácter alarmante.

No obstante, los gobiernos obraron con rapidez. Las cámaras de Prusia fueron disueltas de manera anticonstitucional, pues aún tenían que estudiar y aprobar la Constitución; en Berlín hubo desórdenes provocados intencionadamente por el gobierno; y al día siguiente, el 28 de abril, el Gobierno prusiano hizo pública una circular en la que se conceptuaba la Constitución imperial de documento de lo más anárquico y revolucionario que los gobiernos de Alemania debían revisar y depurar. Así, Prusia rechazó de plano el soberano poder constitutivo que los sabihondos de Francfort habían pregonado a bombo y platillos pero nunca implantado. Se convocó un congreso de príncipes[53], y la vieja Dieta Federal fue renovada para discutir la Constitución que ya había sido promulgada con fuerza de ley. Simultáneamente, Prusia concentró tropas en Kreuznach, a tres días de camino desde Francfort, y exhortó a los pequeños Estados a que siguieran su ejemplo, disolviendo también sus cámaras tan pronto como se adhirieran a la Asamblea de Francfort. Este ejemplo fue seguido en el acto por Hannover y Sajonia.

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Era evidente que no se podía eludir el desenlace de la lucha por la fuerza de las armas. La hostilidad de los gobiernos y la agitación entre el pueblo se iban mostrando cada día con colores más subidos. Los ciudadanos democráticos procuraban convencer en todas partes a los militares, y en el Sur de Alemania lo hicieron con gran éxito. Por doquier se celebraban grandes reuniones de masas que aprobaban resoluciones en apoyo de la Constitución imperial y de la Asamblea Nacional, incluso con la fuerza de las armas si era necesario. En Colonia se celebró una reunión de concejales de todos los municipios de la Prusia renana con el mismo fin. En el Palatinado, Bergen, Fulda, Nuremberg y Odenwald se reunieron grandes multitudes de campesinos llenos de entusiasmo. Al mismo tiempo, se disolvió la Asamblea Constituyente de Francia y se prepararon nuevas elecciones en un ambiente de inmensa agitación mientras que al cabo de un mes, tras una serie de brillantes victorias en la frontera oriental de Alemania, los húngaros alejaron del Tissa hacia el Leitha la invasión austríaca y se esperaba de un día para otro la toma de Viena por asalto. Así, mientras la imaginación popular era excitada al máximo grado en todas partes, y quedaba más clara cada día la agresiva política de los gobiernos, no se podía eludir el choque violento, y sólo una cobarde imbecilidad pudo persuadir de que la lucha acabaría pacíficamente. Pero esta cobarde imbecilidad estaba muy generalizada en la Asamblea de Francfort.

Londres, julio de 1852

 

XVII

LA INSURRECCION

El conflicto inevitable entre la Asamblea Nacional de Francfort y los gobiernos de los Estados de Alemania estalló al fin. Las hostilidades comenzaron en los primeros días de mayo de 1849. Los diputados austríacos, reclamados por su gobierno, habían abandonado ya la Asamblea y regresado a sus casas a excepción de los pocos miembros del partida de izquierda, o democrático. La gran mayoría de los diputados conservadores, conscientes del giro que iban a tomar los acontecimientos, abandonaron la Asamblea antes incluso de que se lo mandaran hacer sus respectivos gobiernos. Así, incluso independientemente de las causas indicadas en los artículos precedentes, causas que reforzaron la influencia de la izquierda, la simple deserción de los diputados de la derecha fue suficiente para convertir la vieja minoría en mayoría de la Asamblea. La nueva mayoría, que jamás había soñado

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antes con obtener esa dicha, aprovechó sus escaños de la oposición para echar peroratas contra la debilidad, la indecisión y la indolencia de la antigua mayoría y de su Regencia imperial. Ahora todos ellos tuvieron que ocupar de pronto el puesto de la vieja mayoría.Ellos tenían que mostrar ahora de qué eran capaces. Naturalmente,su actuación debía ser enérgica, resuelta y activa.Ellos, la flor y nata de Alemania, pronto podrían empujar al senil Regente del imperio y a sus vacilantes ministros, y en el caso de que eso fuera imposible, destituirían, y no podía caber ninguna duda de ello, por la fuerza del derecho soberano del pueblo a ese impotente gobierno y lo reemplazarían con un Comité Ejecutivo enérgico e infatigable que aseguraría la salvación de Alemania. ¡Pobrecitos! Su gobernación, si puede llamarse gobernación donde nadie obedece, era más ridícula aún que la de sus predecesores.

La nueva mayoría declaró que, a despecho de todos los obstáculos, la Constitución imperial debía ponerse en práctica y sin demora; que el 15 de julio siguiente el pueblo tenía que elegir a los diputados de la nueva cámara de representantes y que esta cámara se reuniría en Francfort el 22 de agosto siguiente. Eso era ya una explícita declaración de guerra a los gobiernos que no habían reconocido la Constitución imperial, ante todo a los de Prusia, Austria y Baviera, que abarcaban a más de las tres cuartas partes de la población alemana; era una declaración de guerra que fue aceptada en el acto por ellos. Prusia y Baviera llamaron también a los diputados enviados desde sus territorios a Francfort y apresuraron los preparativos militares contra la Asamblea Nacional; por otra parte, las manifestaciones del partido democrático (fuera del Parlamento) a favor de la Constitución imperial y de la Asamblea Nacional adquirieron un carácter más turbulento y violento, y las masas obreras, dirigidas por hombres del partido más extremista, estaban listas para empuñar las armas por una causa que, si no era la de ellas, les concedía al menos la oportunidad de acercarse algo a la conquista de sus fines, librando a Alemania de sus viejas cadenas monárquicas. Así, el pueblo y los gobiernos se vieron por doquier en grave conflicto entre sí; el estallido era inevitable; la mina estaba cargada, sólo faltaba la chispa que la hiciera explotar. La disolución de las cámaras en Sajonia, el llamamiento a filas de la Landwehr (los reservistas) en Prusia y la resistencia declarada del gobierno a la Constitución imperial eran esa chispa; la chispa saltó, y todo el país quedó envuelto en el acto por las llamas. En Dresde, el pueblo victorioso tomó la ciudad el 4 de mayo y expulsó al Rey[*], en tanto que todos los distritos circundantes


[*] Federico Augusto II. (N. de la Edit.)

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enviaban refuerzos a los sublevados. En la Prusia renana y Westfalia, los reservistas se negaron a ponerse en marcha, se apoderaron de los arsenales y se armaron en defensa de la Constitución imperial. En el Palatinado, el pueblo detuvo a los funcionarios gubernamentales de Baviera, se apoderó del tesoro público e instituyó un Comité de Defensa que puso la provincia bajo la protección de la Asamblea Nacional. En Württemberg, el pueblo obligó al Rey[*] a reconocer la Constitución imperial, y en Baden el ejército, unido al pueblo, puso en fuga al Gran Duque[**] y erigió un Gobierno Provisional. En otras partes de Alemania el pueblo sólo esperaba la señal decisiva de la Asamblea Nacional para alzarse en armas y ponerse a su disposición.

La postura de la Asamblea Nacional fue mucho más favorable de lo que se hubiera podido esperar después de su indigno pasado. La parte occidental de Alemania había empuñado las armas en defensa de la Asamblea; las tropas vacilaban por todas partes; en los estados pequeños se inclinaban evidentemente por el movimiento. Austria había sido puesta al borde del precipicio por la victoriosa ofensiva de los húngaros, y Rusia, baluarte de reserva de los gobiernos alemanes, ponía en tensión todas sus fuerzas para ayudar a Austria contra los ejércitos húngaros. Sólo quedaba por vencer a Prusia, y con las simpatías revolucionarias que había en este país, la probabilidad de éxito era más que posible. Todo, pues, dependía de la conducta de la Asamblea.

Ahora bien, la insurrección es un arte, lo mismo que la guerra o que cualquier otro arte. Está sometida a ciertas reglas que, si no se observan, dan al traste con el partido que las desdeña. Estas reglas, lógica deducción de la naturaleza de los partidos y de las circunstancias con que uno ha de tratar en cada caso, son tan claras y simples que la breve experiencia de 1848 las ha dado a conocer de sobra a los alemanes. La primera es que jamás se debe jugar a la insurrección a menos se esté completamente preparada para afrontar las consecuencias del juego. La insurrección es una ecuación con magnitudes muy indeterminadas cuyo valor puede cambiar cada día; las fuerzas opuestas tienen todas las ventajas de organización, disciplina y autoridad habitual; si no se les puede oponer fuerzas superiores, uno será derrotado y aniquilado. La segunda es que, una vez comenzada la insurrección, hay que obrar con la mayor decisión y pasar a la ofensiva. La defensiva es la muerte de todo alzamiento armado, que está perdido antes aún de medir las fuerzas con el enemigo. Hay que atacar por sorpresa al enemigo mientras sus fuerzas aún están dispersas y preparar nuevos éxitos, aunque pequeños, pero


[*] Guillermo I. (N. de la Edit.)
[**] Leopoldo. (N. de la Edit.)

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diarios; mantener en alto la moral que el primer éxito proporcione; atraer a los elementos vacilantes que siempre se ponen del lado que ofrece más seguridad; obligar al enemigo a retroceder antes de que pueda reunir fuerzas; en suma, hay que obrar según las palabras de Danton, el maestro más grande de la política revolucionaria que se ha conocido: de l'audace, de l'audace, encore de l'audace![*]

¿Qué debía hacer, pues, la Asamblea Nacional de Francfort para evitar el seguro fracaso que la amenazaba? Ante todo, aclarar la situación y convencerse de que no había otra salida que someterse a los gobiernos incondicionalmente o adoptar la causa de la insurrección armada sin reservas ni titubeos. Segundo, reconocer públicamente todas las insurrecciones que ya habían estallado y llamar en todas partes al pueblo a empuñar las armas en defensa de la representación nacional, poniendo fuera de la ley a todos los príncipes, ministros y demás personajes que se atrevieran a oponerse a la soberanía del pueblo representado por sus mandatarios. Tercero, destituir en el acto al Regente imperial de Alemania y fundar un Comité Ejecutivo fuerte, activo, que no retrocediera ante nada, llamar a las tropas rebeldes a Francfort para contar inmediatamente con su protección, ofreciendo así al propio tiempo un pretexto legal para extender la sedición, organizar en un cuerpo compacto todas las fuerzas a su disposición y aprovechar rápidamente, sin tardanza ni titubeos, todo medio propicio para reforzar su posición y debilitar la de sus adversarios.

Los virtuosos demócratas de la Asamblea de Francfort hicieron precisamente todo lo contrario. No contentos con dejar que las cosas transcurriesen según su curso natural, estos venerables varones fueron tan lejos que, con su oposición, dejaron que se aplastasen los movimientos insurreccionales que se estaban preparando. Así obró, por ejemplo, el señor Carlos Vogt en Nuremberg. Toleraron que se aplastaran las insurrecciones de Sajonia, la Prusia renana y Westfalia sin más ayuda que la de la protesta póstuma y sentimental contra la insensible violencia del Gobierno prusiano. Mantuvieron en secreto relaciones diplomáticas con la insurrección del Sur de Alemania, pero no le concedieron la ayuda de reconocerla públicamente. Sabían que el Regente del Imperio estaba al lado de los gobiernos, y a pesar de ello, lo exhortaban, sin hacer él ningún caso, a oponerse a las intrigas de estos gobiernos. Los ministros del Imperio, todos viejos conservadores, ridiculizaban por doquier esta impotente Asamblea, y ellos lo toleraban. Y cuando Guillermo Wolff, diputado de Silesia y uno de los redactores


[*] ¡Audacia, audacia y una vez más audacia! (N. de la Edit.)

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de Neue Rheinische Zeitung, los conminó a que la Asamblea pusiera fuera de la ley al Regente del Imperio[*], que era, como decía en verdad Wolff, el primer y mayor traidor del Imperio, ¡esos demócratas revolucionarios le taparon la boca con unánimes gritos de virtuosa indignación! En suma, que siguieron hablando, protestando, clamando y perorando, pero nunca con valentía ni intenciones de actuar; entretanto, las tropas hostiles de los gobiernos se iban aproximando más y más, y su propio poder ejecutivo, el Regente del Imperio, se dedicaba tesoneramente a confabularse con los príncipes alemanes para acelerar la destrucción de la Asamblea. Así, hasta el último vestigio de consideración perdió esta despreciable Asamblea; los sublevados, que se habían alzado para defenderla, dejaron de preocuparse por su suerte, y cuando, como veremos más adelante, se llegó por último a su vergonzoso fin, la Asamblea feneció sin que nadie se cuidara de su muerte sin pena ni gloria.

Londres, agosto de 1852

 

XVIII

LOS PEQUEÑOS COMERCIANTES Y ARTESANOS

En nuestro último artículo hemos mostrado que la lucha entre los gobiernos alemanes, por un lado, y el Parlamento de Francfort, por el otro, había adquirido últimamente tal grado de violencia que, en los primeros días de mayo, en gran parte de Alemania estallaron insurrecciones: primero en Dresde, luego en el Palatinado bávaro, en parte de la Prusia renana y, por último, en Baden.

En todos los casos, las verdaderas fuerzas combativas de los insurrectos, las que empañaron primero las armas y dieron la batalla a las tropas, eran los obreros de las ciudades. Parte de la población más pobre del campo, los jornaleros y los pequeños campesinos, se adherían a ellos por lo general después de que estallaba el conflicto. El mayor número de jóvenes de todas las clases inferiores a la de los capitalistas se encontraba, al menos por algún tiempo, en las filas de los ejércitos insurrectos, pero esta multitud, bastante abigarrada, de jóvenes, disminuyó rápidamente tan pronto como las cosas tomaron un giro algo serio. Particularmente los estudiantes, estos «representantes del intelecto», como les agradaba denominarse, fueron los primeros en abandonar sus banderas, a menos que se lograse sujetarlos, ascen-


[*] Juan. (N. de la Edit.)

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diéndolos a oficiales, para lo cual, por supuesto, sólo muy rara vez tenían los dones necesarios.

La clase obrera participó en esta insurrección como lo hubiera hecho en otra cualquiera que les permitiera o retirar algunos de los obstáculos interpuestos en su progreso hacia la dominación política y la revolución social o, al menos, obligara a las clases sociales más influyentes, pero menos valientes, a seguir un rumbo más decidido y revolucionario del que habían seguido hasta entonces. La clase obrera empuñó las armas con pleno conocimiento de que esa lucha, por sus fines directos, no era la suya; pero se atuvo a la única política acertada para ella: no permitir a ninguna clase, encumbrada a costa suya (como había hecho la burguesía en 1848), que consolidase su dominación de clase si no le dejaba, al menos, el campo libre para la lucha por sus propios intereses; en todo caso, aspiraba a provocar una crisis por la que o la nación fuese resuelta e inconteniblemente encauzada por la senda revolucionaria o se la condujese al restablecimiento más completo posible del status quo prerrevolucionario y, por lo mismo, hiciese inevitable una nueva revolución. En ambos casos, la clase obrera representaba los intereses reales y bien entendidos de toda la nación, acelerando cuanto pudiera el rumbo revolucionario que, para las viejas sociedades de la civilizada Europa, era ya una necesidad histórica y sin el cual ninguna de ellas podía aspirar de nuevo a un desarrollo más tranquilo y regular de sus fuerzas.

En cuanto a la población rural, que se había adherido a la insurrección, ésta se lanzó en lo fundamental a los brazos del partido revolucionario, en parte, por el enorme peso de los impuestos y, en parte, por las cargas feudales que la agobiaban. Faltos de iniciativa propia, iban a la cola de las otras clases incorporadas a la insurrección, vacilando entre los obreros y la clase de los pequeños artesanos y comerciantes. Su propia posición social privada decidía en casi todos los casos el camino que elegían; los obreros agrícolas apoyaban por lo general a los artesanos de la ciudad, y los pequeños campesinos optaban por ir de la mano con la pequeña burguesía.

Esta clase de los pequeños comerciantes y artesanos, cuyas gran importancia e influencia hemos advertido ya varias veces, puede ser considerada la clase dirigente de la insurrección de mayo de 1849. Como en esta ocasión entre los centros del movimiento no figuraba ninguna ciudad grande de Alemania, dicha clase, que predomina siempre en las ciudades medianas y pequeñas, encontró los medios de tomar en sus manos la dirección del movimiento. Hemos visto, además, que en esta lucha por la Constitución imperial y por los derechos del Parlamento alemán se ponían en juego precisamente los intereses de la clase que estamos tratando.

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Los Gobiernos Provisionales que se formaron en todas las regiones sublevadas representaban en su mayoría a esta parte del pueblo; por eso puede juzgarse de lo que es capaz de hacer, en general, la pequeña burguesía alemana, por la magnitud del movimiento y, como veremos, es sólo capaz de frustrar cualquier movimiento que se confíe a su dirección.

La pequeña burguesía, grande en jactancia, es completamente incapaz de actuar y muy cobarde para arriesgar algo. El carácter mezquino de sus transacciones comerciales y de sus operaciones de crédito es de lo más apto para imprimir un sello de falta de energía y espíritu emprendedor; por eso era de esperar que estas mismas cualidades marcasen su rumbo político. Efectivamente, la pequeña burguesía incitaba a la insurrección con palabras rimbombantes y gran jactancia de lo que iba a hacer; ansiaba adueñarse del poder tan pronto como la insurrección, en mucho contra su voluntad, estallara; e hizo uso de su poder con el único propósito de reducir a la nada los efectos de la insurrección. Dondequiera que el conflicto armado llevaba a una seria crisis, la pequeña burguesía era presa del mayor pánico por la peligrosa situación que la crisis creaba; era presa de pánico ante el pueblo que había tomado en serio sus jactanciosos llamamientos a las armas; presa de pánico del poder que de ese modo le había caído en las manos; presa de pánico, sobre todo, de las consecuencias que tendría para ella, para sus posiciones sociales y para sus fortunas la política en que se habían metido ellos mismos. ¿No se esperaba de ella que arriesgara «la vida y la propiedad», como acostumbraba a decir, por la causa de la insurrección? ¿No se había visto obligada a tomar posiciones oficiales en la insurrección, por lo que, en caso de derrota, ella corría el peligro de perder su capital? Y en caso de victoria, ¿no estaba ella segura de verse inmediatamente desplazada de sus puestos y ver radicalmente trastocada su política por los proletarios triunfantes que constituían la fuerza principal de su ejército combativo? Colocada así entre los peligros opuestos que la rodeaban por todos lados, la pequeña burguesía no supo aprovechar su poder más que para dejar que las cosas fuesen al azar, en virtud de lo cual se malogró, como es natural, la pequeña oportunidad de éxito que pudo haber y, así, condenar definitivamente la insurrección a la derrota. La política o, mejor dicho, la falta de política de la pequeña burguesía fue la misma por doquier, y, por eso, las insurrecciones de mayo de 1849 en todas las tierras de Alemania estuvieron cortadas por el mismo patrón.

En Dresde, la lucha duró cuatro días en las calles. La pequeña burguesía de la ciudad, la «guardia municipal», no ya se mantuvo al margen de la lucha, sino que, en muchas ocasiones, favoreció

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las operaciones de las tropas contra los insurrectos, que eran casi exclusivamente obreros de los distritos fabriles circundantes y encontraron un jefe capaz y sereno en el refugiado ruso Mijaíl Bakunin, que fue hecho prisionero y se encuentra actualmente recluido en la fortaleza de Munkacs[*], en Hungría. La intervención de numerosas tropas prusianas aplastó esta insurrección.

En la Prusia renana, la lucha era de poca monta. Como todas las grandes ciudades eran fortalezas dominadas por ciudadelas, las acciones de los sublevados hubieron de limitarse a escaramuzas aisladas. En cuanto hubo bastantes tropas concentradas, se puso fin a la resistencia armada.

En el Palatinado y en Baden, por el contrario, los sublevados se adueñaron de una región rica y fértil y de un Estado entero. El dinero, las armas, los soldados, las municiones, todo estaba a su disposición. Los soldados del ejército regular se adhirieron voluntariamente a los insurrectos; es más, en Baden formaban en las primeras filas. Las insurrecciones de Sajonia y de la Prusia renana se sacrificaron por ganar tiempo para organizar este movimiento del Sur de Alemania. Jamás hubo, como en este caso, condiciones tan propicias para una insurrección provincial y parcial. En París se esperaba una revolución; los húngaros estaban a las puertas de Viena; en todos los Estados centrales de Alemania estaban a favor de la insurrección no sólo el pueblo, sino incluso las tropas, que sólo esperaban una oportunidad para adherirse a ella abiertamente. Sin embargo, como el movimiento cayó en manos de la pequeña burguesía, fue frustrado desde el mismo comienzo. Los gobernantes pequeñoburgueses, particularmente los de Baden, encabezados por el señor Brentano, jamás olvidaron que, usurpando el puesto y las prerrogativas del soberano «legal», el Gran Duque, incurrían en alta traición. Se mantuvieron quietos en sus sillones ministeriales, sintiéndose delincuentes en el alma. ¿Qué se podía esperar de esos cobardes? No sólo abandonaron la insurrección a la espontaneidad, dejándola descentralizada y, por lo mismo, ineficaz, sino que hicieron cuanto pudieron para restar al movimiento toda la energía, debilitarlo y malograrlo. Y lo consiguieron merced al celoso apoyo de la clase de los profundos políticos, de los héroes «democráticos» de la pequeña burguesía que estaban seriamente convencidos de que «salvaban el país» mientras toleraban que los engañasen unos cuantos trapacistas como Brentano.

Por cuanto al aspecto bélico del asunto se refiere, jamás se llevaron las operaciones militares con tanto desaliño y mentecatez como bajo la dirección del ex teniente general del ejército


[*] El nombre ucraniano es Mukáchevo. (N. de la Edit.)

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regular Sigel, general en jefe de Baden. Todo estaba en completo desorden, se dejaron pasar todas las oportunidades propicias y perder todos los momentos preciosos, planeando proyectos colosales, pero impracticables, y cuando, al fin, se hizo cargo del mando el polaco de talento Mieroslawski, el ejército estaba desorganizado, derrotado, desmoralizado, mal abastecido y teniendo que hacer frente a un enemigo el cuádruple más numeroso. Mieroslawski no pudo hacer otra cosa que dar en Waghäusel una batalla gloriosa, pero sin éxito, replegarse inteligentemente, ofrecer un último combate sin esperanzas ante los muros de Rastatt y deponer el mando. Lo mismo que en todas las guerras insurreccionales, en las que los ejércitos son mezclas de soldados adiestrados y reclutas sin preparación, en el ejército revolucionario hubo mucho heroísmo y, a la vez, mucho pánico, impropio del soldado; pero, con toda la imperfección que no podía menos de tener, le cupo al menos la satisfacción de ver que la cuádruple superioridad numérica del enemigo no pareció a éste suficiente para derrotarlo y de que cien mil hombres de un ejército regular en una campaña contra veinte mil insurrectos les tenían en el aspecto militar tanto respeto como si hubiesen tenido que pelear contra la Vieja Guardia de Napoleón.

La insurrección estalló en mayo de 1849, y a mediados de julio del mismo año fue aplastada por completo, acabando así la primera revolución alemana.

 

XIX

EL FIN DE LA INSURRECCION

Mientras el Sur y el Oeste de Alemania se encontraban abiertamente sublevados, y los gobiernos tardaron más de diez semanas, desde el comienzo de las hostilidades en Dresde hasta la capitulación de Rastatt, en sofocar esta llamarada de la primera revolución alemana, la Asamblea Nacional desapareció de la escena política sin que nadie lo notara.

Dejamos a esta augusta institución en Francfort desconcertada por los insolentes ataques de los gobiernos contra su dignidad, por la impotencia y la traicionera inactividad del poder central que ella misma había creado, por los alzamientos de los pequeños comerciantes y artesanos en defensa de este poder y por las insurrecciones de la clase obrera que perseguían un objetivo final más revolucionario. Entre los miembros de la Asamblea reinaban el abatimiento y la desesperación; los acontecimientos tomaron en seguida un sesgo tan determinado y decisivo que en pocos

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días se disiparon las ilusiones de estos doctos legisladores respecto a su fuerza e influencia reales. Los conservadores, a una señal dada por los gobiernos, se retiraron de una institución que, desde ese momento, ya no podía existir más que desafiando a las autoridades constituidas. Los liberales, desconcertados en grado sumo, tuvieron por irremediablemente perdida la causa; y también renunciaron a sus funciones representativas. Los honorables señores desertaban por centenares. De ochocientos o novecientos que eran al principio, su número fue disminuyendo con tanta rapidez que pronto se hubo de declarar un quórum de ciento cincuenta, y pocos días después, de cien diputados. Y aun así, era difícil reunir este número mínimo, pese a que el partido democrático quedó íntegro en la Asamblea.

Estaba suficientemente claro lo que debía hacer el resto del Parlamento. Sólo adherirse abierta y resueltamente a la insurrección, dándole con ello toda la fuerza que podía conferirle la legalidad en tanto que adquiría, al mismo tiempo, un ejército para su defensa. Debió exigir del poder central el cese inmediato de todas las hostilidades; y si, como pudo haberse previsto, esta autoridad no pudiera ni quisiera hacerlo, destituirla en el acto y formar un gobierno más enérgico en su lugar. Si las tropas insurrectas no podían ser desplazadas a Francfort (cosa que, al principio, cuando los gobiernos de los Estados se hallaban poco preparados y aún dudaban, pudo haberse hecho con facilidad), entonces la Asamblea pudo haber trasladado sin demora su sede al mismo centro de la región insurrecta. Todo eso, si se hubiera hecho en seguida y con energía, no más tarde de mediados o fines de mayo, podían haberse dado probabilidades de éxito tanto para la insurrección como para la Asamblea Nacional.

Pero no se podían esperar pasos tan decididos de los representantes de los tenderos alemanes. Estos ambiciosos estadistas no se habían librado en absoluto de sus ilusiones. Los diputados que habían perdido su fatal fe en la fuerza e inviolabilidad del Parlamento, habían tomado ya las de Villadiego; los demócratas, que seguían en sus sitios, no se dejaban inducir tan fácilmente a abandonar los sueños de poder y grandeza que habían acariciado durante doce meses. Fieles al rumbo que habían tomado antes, eludían toda acción enérgica hasta que, al fin, desaparecieron todas las oportunidades de éxito e incluso la menor posibilidad de sucumbir, al menos, con honores de guerra. Desplegando una apariencia de actividad, cuya total infructuosidad, unida a sus grandes pretensiones, no podía sino despertar compasión y mover a risa, siguieron tomando resoluciones, enviando mensajes y solicitudes a un Regente imperial que no les hacía el menor caso y a ministros que estaban abiertamente aliados con el enemigo. Y

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cuando, al fin,Guillermo Wolff, diputado por Striegau[*], uno de los redactores de la Neue Rheinische Zeitung, el único hombre verdaderamente revolucionario en toda la Asamblea, les dijo que si tomaban en serio sus propias palabras debían poner fin a su propia charlatanería y declarar fuera de la ley al Regente imperial, primer traidor del país, la virtuosa indignación tanto tiempo contenida de estos señores parlamentarios estalló de pronto con tanta violencia como jamás mostraran cuando el gobierno les lanzaba un insulto tras otro. Y así tenía que ser, ya que la propuesta de Wolff fue la primera palabra sensata pronunciada entre las paredes de la catedral de San Pablo[54]; pues él exigía justamente lo que hacia falta hacer, y esa claridad de expresión, en la que todo se llamaba con su nombre, no podía sino ofender a unas almas sentimentales resueltas sólo en su irresolución y demasiado cobardes para actuar que se habían metido en la cabeza de una vez para siempre que, no haciendo nada, hacían exactamente lo que debían hacer. Cada palabra que les aclaraba, como el fogonazo de un relámpago, la fatua nebulosidad intencionada de sus mentes, cada sugerencia capaz de sacarlos del laberinto en que se habían obstinado en meterse ellos mismos y en el que se habían obstinado en seguir el mayor tiempo posible, cada concepción clara de las cosas tales y como eran, sonaba para ellos como un agravio a la majestad de esta Asamblea soberana.

Poco después de que la situación de los honorables señores de Francfort se hizo insostenible, a despecho de las resoluciones, llamamientos, interpelaciones y proclamas, se retiraron, pero no a las regiones sublevadas; eso habría sido un paso demasiado decidido. Se fueron a Stuttgart, donde el gobierno de Württemberg mantenía una especie de neutralidad expectante. Allí, al menos, declararon que el Regente del Imperio había perdido su derecho al poder y eligieron entre ellos a una regencia de cinco personas. Esta regencia procedió en el acto a adoptar una ley sobre la milicia que fue enviada a todos los gobiernos de Alemania, observando las formalidades debidas. ¡A esos enemigos declarados de la Asamblea se ordenaba que reuniesen fuerzas en su defensa! Así se formó, claro que en el papel, un ejército para la defensa de la Asamblea Nacional. Divisiones, brigadas, regimientos, baterías: todo quedaba regulado y ordenado. No faltaba nada más que la realidad, ya que este ejército, naturalmente, jamás existió.

Un último esquema se ofrecía por sí solo a la Asamblea Nacional. La población democrática de todas las partes del país envió diputaciones para ponerse a disposición del Parlamento y hacerle


[*] El nombre polaco es Strzegom. (N. de la Edit.)

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que obrase con resolución. El pueblo, que conocía cuáles eran las intenciones del Gobierno de Württemberg, pidió a la Asamblea Nacional que lo obligase a colaborar abierta y activamente con sus vecinos sublevados. Pero no. La Asamblea Nacional, en vez de hacer eso, se fue a Stuttgart y se entregó a la buena merced del Gobierno de Württemberg. Los diputados se daban cuenta de lo que hacían y por eso se opusieron a la agitación entre el pueblo. Así perdieron la poca influencia que les podía haber quedado. Se ganaron el desprecio merecido, y el Gobierno de Württemberg, presionado por Prusia y el Regente imperial, puso fin a la farsa democrática, cerrando el 18 de junio de 1849 la sala donde se reunía el Parlamento y ordenando a los miembros de la regencia que abandonaran el país.

Entonces se fueron a Baden, al campo de la insurrección, pero allí ya no hacían ninguna falta. Nadie les hacía caso. La regencia, sin embargo, en nombre del soberano pueblo alemán, continuó salvando el país con sus esfuerzos. Hizo una tentativa de que lo reconociesen las potencias extranjeras, entregando passports a cuantos desearan recibirlos. Editó proclamas y envió comisarios a sublevar las reglones de Württemberg a las que había negado la ayuda cuando aún era tiempo; y como es natural, sin resultado alguno. Ahora tenemos a la vista un informe original de los enviados a la regencia por uno de esos comisarios, el señor Roesler (diputado por Oels[*]), cuyo contenido es bastante característico. Está fechado el 30 de junio de 1849 en Stuttgart. Después de describir las aventuras de media docena de esos comisarios en una búsqueda infructuosa de dinero, da una serie de excusas por no haber llegado aún a su lugar de destino y luego se explaya en argumentaciones de más peso respecto a las posibles disensiones entre Prusia, Austria, Baviera y Württemberg con sus posibles consecuencias. Después de haberlo pensado bien todo, llega, sin embargo, a la conclusión de que ya no queda ninguna oportunidad. A continuación propone formar con hombres de confianza un servicio de información y un sistema de espionaje para conocer las intenciones del Gobierno de Württemberg y los movimientos de las tropas. Esta carta no llegó a sus destinatarios, ya que, cuando fue escrita, la «regencia» había pasado ya enteramente al «departamento de asuntos extranjeros», es decir, a Suiza. Y en tanto que el pobre señor Roesler aún se rompía los cascos en cuanto a las intenciones del terrible gobierno de un reino de sexta categoría, cien mil soldados prusianos, bávaros y hesianos habían ventilado ya todas las cuestiones en la última batalla reñida al pie de los muros de Rasttat.


[*] El nombre polaco es Olesnica. (N. de la Edit.)

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Así se desvaneció el Parlamento alemán y, con él, la primera y última creación de la revolución. Su convocación había sido la primera evidencia de que allí había habido realmente una revolución en enero; y existió hasta que se puso fin a esta primera revolución moderna de Alemania. Elegido bajo la influencia de las clases capitalistas, por una población rural desmembrada y dispersa, cuya mayor parte acababa de salir de la mudez del feudalismo este Parlamento sirvió para unir en un cuerpo en el terreno político todos los grandes nombres populares de 1820 a 1848 y luego anularlos por completo. Todas las celebridades de la clase media liberal estaban reunidas en él; la burguesía esperaba maravillas y se ganó la vergüenza para ella y sus representantes. La clase capitalista industrial y comercial sufrió en Alemania una derrota más completa que en cualquier otro país: primero fue vencida, quebrantada y destituida de los cargos oficiales en todos los Estados de Alemania; luego fue tirada por los suelos, vejada y puesta en ridículo en el Parlamento Central de Alemania. El liberalismo político, la gobernación de la burguesía, tanto en forma monárquica como republicana, es imposible para siempre en Alemania.

En el último período de su existencia, el Parlamento alemán sirvió para envilecer eternamente a la fracción que encabezó desde marzo de 1848 la oposición oficial, a los representantes demócratas de los intereses de los pequeños artesanos y comerciantes y parte de los campesinos. En mayo y junio de 1849 se dio a esta clase una oportunidad de mostrar su capacidad para formar un gobierno firme en Alemania. Ya hemos visto el fracaso que tuvo; y no tanto por las adversas circunstancias como por su evidente y constante cobardía, que siempre se manifestó en todos los movimientos decisivos que hubo desde el estallido de la revolución; y eso porque, en política, ha mostrado la misma miopía, pusilanimidad y vacilación típicas de sus operaciones mercantiles. En mayo de 1849, en virtud de esa conducta, perdió ya la confianza de la clase obrera, verdadera fuerza combativa de todas las insurrecciones europeas. Y aun con todo, tuvo probabilidades de triunfar. Desde el momento en que los reaccionarios y los liberales abandonaron el Parlamento, éste les pertenecía exclusivamente a ellos. La población rural se puso a su lado. Dos terceras partes de los ejércitos de los Estados pequeños, una tercera parte del prusiano y la mayoría de la Landwehr (reserva o milicia) prusiana estaban dispuestas a adherirse a él si hubiese actuado con resolución y coraje en consecuencia de una clara visión de la marcha de las cosas. Pero los políticos que continuaban dirigiendo a esta clase no eran más sagaces que la masa de pequeños comerciantes y artesanos que los seguían. Demostraron

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ser más ciegos aún, estar más aferrados a las ilusiones que alimentaban ellos mismos por propia voluntad, ser más crédulos y más incapaces de tener resueltamente en cuenta los hechos que los liberales. Su importancia política también cayó por debajo del punto de congelación. Pero como, de hecho, no pusieron en práctica sus triviales principios, habrían podido, ante la concurrencia de circunstancias muy favorables, resurgir por un momento, pero esta última esperanza se les frustró lo mismo que a sus colegas de la «democracia pura» en Francia con el golpe de Estado de Luis Bonaparte.

La derrota de la insurrección del Sudoeste de Alemania y la dispersión del Parlamento alemán ponen fin a la historia de la primera revolución alemana. No nos queda más que echar un vistazo de despedida a los victoriosos miembros de la alianza contrarrevolucionaria. Lo haremos en nuestro siguiente artículo[55].

Londres, 21 de septiembre de 1852

 

Escrito por Engels entre agosto
de 1851 y septiembre de 1852.


Publicado en The New York Daily
Tribune
el 25 y el 28 de octubre,
el 6, el 7, el 12 y el 28 de
noviembre de 1851, el 27 de
febrero, el 5, el 15, el 18 y el 19
de marzo, el 9, el 17 y el 24 de
abril, el 27 de julio, el 19 de
agosto, el 18 de septiembre y el
2 y el 23 de octubre de 1852.
Firmado: Carlos Marx

Se publica de acuerdo con el
texto del periódico.

Traducido del inglés.

NOTAS

[1] En el trabajo de Engels Revolución y Contrarrevolución en Alemania se hace el resumen de la revolución de 1848 y 1849 en Alemania y, desde las posiciones del materialismo histórico, se ofrece un profundo análisis de sus premisas, etapas fundamentales de su desarrollo y posiciones de las diversas clases y partidos. En él se despliegan los principios tácticos de la lucha revolucionaria del proletariado y están echadas las bases de la doctrina marxista de la insurrección armada.

La serie de artículos Revolución y contrarrevolución en Alemania se imprimió en el New York Daily Tribune de 1851 a 1852 y fue escrita por Engels a petición de Marx, ocupado por entonces en hacer investigaciones económicas. Se publicó en el Tribune con la firma de Marx, que era el colaborador oficial del periódico. Hasta 1913, y eso con motivo de la publicación de la correspondencia entre Marx y Engels, no se supo que este trabajo lo había escrito Engels.- 307

[2] In partibus infidelium (literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la situación real del país.- 307

[3] The Tribune: título abreviado del periódico progresista burgués The New York Daily Tribune (Tribuna diaria de Nueva York), que apareció de 1841 a 1924. Marx y Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta marzo de 1862.- 309

[4] El sistema continental, o bloqueo continental: prohibición, declarada en 1806 por Napoleón I para los países del continente europeo de comerciar con Inglaterra. El bloqueo continental cayó después de la derrota de Napoleón en Rusia.- 310

[5] La tarifa proteccionista de 1818: abolición de los aranceles internos en el territorio de Prusia.- 311

[6] Zollverein (La Liga aduanera), fundada en 1834 bajo los auspicios de Prusia, agrupaba a casi todos los Estados alemanes; una vez establecida una frontera aduanera común, contribuyó en lo sucesivo a la unión política de Alemania.- 311

[7] La insurrección de los tejedores de Silesia, del 4 al 6 de junio de 1844, primera gran lucha de clase del proletariado y la burguesía de Alemania, y la insurrección de los obreros checos en la segunda mitad de junio de 1844 fueron aplastadas sin piedad por las tropas gubernamentales.- 313

[8] La Confederación Alemana, fundada el 8 de junio de 1815 en el Congreso de Viena, era una unión de los Estados absolutistas feudales de Alemania y consolidaba el fraccionamiento político y económico de Alemania.- 315

[9] La Dieta de la Unión: órgano central de la Unión Alemana con sede en Francfort del Meno; fue un instrumento de la política reaccionaria de los gobiernos alemanes.- 315

[10] La denominada Liga arancelaria (Steuerverein) se formó en mayo de 1834, integrada por los Estados alemanes de Hannover, Braunschweig, Oldemburgo y Schaumburgo-Lippe, interesados en el comercio con Inglaterra. Para 1854, esta alianza separada se deshizo, y sus participantes se adhirieron a la Liga aduanera (véase la nota 166).- 315

[11] En el Congreso de Viena de 1814-1815, Austria, Inglaterra y la Rusia zarista, que encabezaban a la reacción europea, recortaron el mapa de Europa con el fin de restaurar las monarquías legítimas en contra de los intereses de unión nacional e independencia de los pueblos.- 315

[12] En julio de 1830 se produjo en Francia una revolución burguesa que fue seguida de insurrecciones en una serie de países europeos: Bélgica, Polonia, Alemania e Italia.- 316

[13] La Joven Alemania: grupo literario que apareció en los años 30; reflejaba en sus obras artísticas y periodísticas los estados de ánimo oposicionistas de la pequeña burguesía y propugnaba la defensa de la libertad de conciencia y de prensa.- 317

[14] La Santa Alianza: agrupación reaccionaria de los monarcas europeos, fundada en 1815 por la Rusia zarista, Austria y Prusia para aplastar los movimientos revolucionarios de algunos países y conservar en ellos los regímenes monárquico-feudales.- 318

[15] Berliner politisches Wochenblatt (Semanario Político Berlinés): órgano extremadamente reaccionario que se editaba desde 1831 hasta 1841 con la participación de varios representantes de la escuela histórica del derecho.- 318

[16] Escuela histórica del derecho: corriente reaccionaria en las ciencias históricas y jurídicas que apareció en Alemania a fines del siglo XVIII.- 318

[17] Legitimistas: partidarios de la dinastía «legítima» de los Borbones, derrocada en 1830, que representaba los intereses de la gran propiedad territorial. En la lucha contra la dinastía reinante de los Orleáns (1830-1848), que se apoyaba en la aristocracia financiera y en la gran burguesía, una parte de los legitimistas recurría a menudo a la demagogia social, haciéndose pasar por defensores de los trabajadores contra los explotadores burgueses.- 319

[18] Rheinische Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe (Periódico del Rin sobre política, comercio e industria): diario que aparecía en Colonia desde el 1 de enero de 1842 hasta el 31 de marzo de 1843. A partir de abril de 1842 colaboró en este periódico Marx, y desde octubre del mismo año fue uno de sus redactores.- 320

[19] Comités unidos: órganos estamentales consultivos de Prusia que se elegían por las Dietas provinciales entre sus componentes.- 320

[20] Seehandlung (El comercio marítimo): sociedad de comercio y crédito fundada en 1772 en Prusia. Gozaba de una serie de importantes privilegios estatales y concedía grandes préstamos al gobierno.- 321

[21] Dieta Unida: Asamblea unida de las dietas estamentales de las provincias, convocada en Berlín en abril de 1847 para garantizar al rey un empréstito exterior. Por la renuncia del rey a satisfacer las exigencias políticas más modestas de la mayoría burguesa de la Dieta, esta última se negó a garantizar el empréstito, por lo que en junio del mismo año el rey la disolvió.- 322

[22] Alusión a las obras de los representantes del socialismo alemán o «verdadero», corriente reaccionaria que se extendió en Alemania en los años 40 del siglo XIX principalmente entre la intelectualidad pequeñoburguesa.- 323

[23] Partido de Gotha: se fundó en junio de 1849 por representantes de la gran burguesía contrarrevolucionaria y de los liberales de derecha; se proponía agrupar a toda Alemania, excepción hecha de Austria, bajo los auspicios de la Prusia de los Hohenzollern.- 325

[24] «Catolicismo alemán»: movimiento religioso que surgió en 1844 y abarcó a grandes sectores de la burguesía media y pequeña; estaba encauzado contra las manifestaciones extremas de misticismo y gazmoñería en la Iglesia católica. Al rechazar la primacía del papa de Roma y de numerosos dogmas y ritos de la Iglesia católica, los «católicos alemanes» pretendían adaptar el catolicismo a los menesteres de la burguesía alemana.

«Congregacionalismo Libre»: se separó de la Iglesia protestante oficial en 1846. Esta oposición religiosa fue una de las formas de manifestación del descontento de la burguesía alemana en los años 40 del siglo XIX por el régimen reaccionario de Alemania. En 1859, el «Congregacionalismo Libre» se fundió con el de «católicos alemanes».- 326.

[25] Unitarios o antitrinitarios: representantes de la corriente religiosa que surgió en el siglo XVI en Alemania y reflejaba la lucha de las masas populares y de la parte radical de la burguesía contra el régimen y la Iglesia feudales. En Inglaterra y América, el unitarismo penetró a raíz del siglo XVII. La doctrina del unitarismo colocaba en el siglo XIX en primer plano los momentos ético-morales de la religión, pronunciándose contra su aspecto exterior, ritual.- 326

[26] Hasta agosto de 1806 Alemania entraba en el denominado Sacro Imperio Romano de la nación alemana, fundado en el siglo X; era una unión de principados feudales y ciudades libres que reconocían el poder supremo del emperador.- 326

[27] La consigna de una República Alemana única e indivisible fue lanzada ya en vísperas de la revolución por Marx y Engels.- 327

[28] Se trata de la denominada primera guerra del opio (1839-1842): guerra de rapiña de Inglaterra contra China que puso comienzo a la conversión de China en un país semicolonial.- 328

[29] En febrero-marzo de 1846 estalló simultáneamente con la insurrección de liberación nacional en Cracovia una gran sublevación campesina en la Galicia rutena que las autoridades austríacas utilizaron para aplastar el movimiento insurreccional de la nobleza inferior. Luego de sofocar la insurrección de Cracovia, el Gobierno austríaco aplastó asimismo la insurrección campesina en la Galicia rutena.- 329

[30] Se trata de la guerra de liberación nacional del pueblo italiano contra la dominación austríaca en 1848 y 1849. La traicionera conducta de las clases dominantes italianas, que temían la unión de Italia por vía revolucionaria, condujo a la derrota en la lucha contra Austria.- 336

[31] El 26 de agosto de 1848 se concertó en Malmoe el armisticio entre Dinamarca y Prusia que, bajo la presión de las masas populares, se vio obligada a tomar parte en la guerra al lado de los insurrectos de Schleswig y Holstein, que luchaban por la unión con Alemania contra la dominación danesa. Al llevar una guerra aparente contra Dinamarca, Prusia concluyó con ella un vergonzoso armisticio por siete meses que, en septiembre, fue ratificado por la Asamblea Nacional de Francfort. La guerra se reanudó en marzo de 1849. Sin embargo, en julio de 1850 Prusia concluyó un tratado pacífico con Dinamarca, lo que permitió a la última derrotar a los sublevados.- 344

[32] Se refiere a las fronteras entre Polonia hasta la primera división de 1772, cuando una gran parte de su territorio quedó dividido entre Rusia, Prusia y Austria-Hungría.- 346.

[33] Guerras de los husitas: guerras de liberación nacional del pueblo checo entre 1419 y 1437 contra los señores feudales alemanes y la Iglesia católica; deben su denominación al dirigente de la Reforma checa Jan Hus (1369-1415).- 348

[34] En el presente artículo Engels trata del movimiento nacional de los pueblos que integraban por entonces el Imperio austríaco (checos, eslovacos, croatas y otros). Marx y Engels, que trataron siempre la cuestión nacional desde el punto de vista de los intereses de la revolución, simpatizaron ardientemente con su lucha, cuando en ella eran fuertes las tendencias democrático-revolucionarias. Cuando en este movimiento prevalecieron los elementos burgueses-terratenientes de derecha y el movimiento nacional de estos pueblos lograron utilizarlo las fuerzas monárquicas reaccionarias contra la revolución alemana y húngara, Marx y Engels cambiaron de actitud con él. «Por eso y sólo por eso Marx y Engels estaban en contra del movimiento nacional de los checos y los eslavos del sur»- escribió Lenin.

A la par con la apreciación adecuada del papel objetivo de los movimientos nacionales de los pueblos eslavos de Austria, en las condiciones concretas de 1848-1849, en el trabajo de Engels hay también varias afirmaciones erróneas respecto a los destinos históricos de estos pueblos. Engels despliega la idea de que estos pueblos ya no son capaces de existencia nacional independiente y que serán ineludiblemente absorbidos por el vecino más fuerte. Esta deducción de Engels se explica principalmente por la opinión general que tenía por entonces de los destinos históricos de los pueblos pequeños. Engels creía que el curso de la historia, cuya tendencia fundamental en el capitalismo es la centralización y la constitución de grandes Estados, llevaría a la absorción de los pueblos pequeños por naciones mayores. Al señalar acertadamente la tendencia, propia del capitalismo, a la centralización y a la formación de grandes Estados, Engels no tuvo en cuenta otra tendencia: la lucha de los pueblos pequeños contra la opresión nacional, por su independencia, y la aspiración de los mismos a organizar su propio Estado. A medida que se iban incorporando las grandes masas populares a la lucha de liberación nacional, conforme iba aumentando su grado de conciencia y organización, los movimientos de liberación nacional de los pueblos pequeños, incluidos los eslavos de Austria, adquirían un carácter más y más democrático y progresivo y llevaban a ampliar el frente de la lucha revolucionaria. Como ha mostrado la historia, los pueblos eslavos pequeños que antes integraban el Imperio austríaco no sólo mostraron su capacidad de desarrollo nacional independiente, así como de crear su propio Estado, sino que salieron a las filas de los constructores del régimen social más avanzado.- 348

[35] El Congreso eslavo, que se reunió en Praga el 2 de junio de 1848, mostró la presencia de dos tendencias en el movimiento nacional de los pueblos eslavos, oprimidos por el Imperio de los Habsburgo. No pudo llegar a un punto de vista único sobre la solución del problema nacional. Parte de los delegados del Congreso, que pertenecían al ala radical y habían participado activamente en la insurrección de Praga de 1848, fue sometida a crueles represiones. Los representantes del ala liberal moderada que habían quedado en Praga declararon el 16 de junio que las sesiones del Congreso se aplazaban por tiempo indefinido.- 349

[36] La manifestación masiva que los cartistas convocaron para el 10 de abril de 1848 en Londres a fin de entregar al Parlamento una petición de que se aprobase la Carta del Pueblo fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para emprender la ofensiva contra los obreros y reprimir a los cartistas.- 352

[37] El 16 de abril de 1848 la Guardia Nacional burguesa, movilizada especialmente con este fin, detuvo en París una manifestación pacífica de obreros que iban a presentar al Gobierno Provisional una petición sobre la «organización del trabajo» y la «abolición de la explotación del hombre por el hombre».- 352

[38] El 15 de mayo de 1848, durante una manifestación popular, los obreros y artesanos parisienses penetraron en la sala de sesiones de la Asamblea Constituyente, la declararon disuelta y formaron un Gobierno revolucionario. Los manifestantes, sin embargo, no tardaron en ser desalojados por la Guardia Nacional y las tropas. Los dirigentes de los obreros (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier y otros) fueron detenidos.- 352

[39] El 15 de mayo de 1848, el rey napolitano Fernando II aplastó la insurrección popular, disolvió la guardia nacional, dispersó el Parlamento y anuló las reformas introducidas bajo la presión de las masas populares en febrero de 1848.- 352

[40] La insurrección de junio: heroica insurrección de los obreros de París entre el 23 y el 26 de junio de 1848, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa. Fue la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía.- 353

[41] Las reglas provisionales de la prensa, publicadas por el Gobierno austríaco el 1 de abril de 1848, exigían depositar una considerable suma como garantía para obtener el derecho a publicar periódicos.- 356

[42] La Constitución del 25 de abril de 1848 fijaba una alta cuota de propiedad y largo período de residencia en el lugar dado para las elecciones a la Dieta, instituía dos cámaras: la inferior y el senado, conservaba las instituciones estamentales representativas y concedía al emperador el derecho a derogar las leyes aprobadas por las cámaras.- 356

[43] La Ley electoral del 8 de mayo de 1848 privaba del derecho electoral a los obreros, jornaleros y criados. Parte de los senadores era designada por el Emperador, y la otra parte se elegía mediante votaciones de dos etapas entre los mayores contribuyentes. Las elecciones a la Cámara inferior eran también de dos etapas.- 356

[44] Legión Académica: organización civil militarizada compuesta de estudiantes de opiniones radicales de la Universidad de Viena.- 356

[45] Wiener Zeitung: título abreviado del periódico oficial del gobierno Oesterreischische Kaiserische Wiener Zeitung (Periódico Imperial Austríaco de Viena); con este título salía desde 1790.- 358

[46] Junto a Vilagos, el ejército húngaro, mandado por Görhey, se rindió el 13 de agosto de 1849 a las tropas zaristas enviadas para aplastar la insurrección húngara.- 364

[47] Escuelas de Lancaster: escuelas primarias para hijos de padres pobres, en las que se aplicaba el sistema de enseñanza mutua; llevaban el nombre del pedagogo inglés José Lancaster (1778-1831).- 366

[48] En 1636, John Hampden, luego uno de los dirigentes destacados de la revolución burguesa del siglo XVII en Inglaterra, se negó a pagar el «impuesto naval», no aprobado por la Cámara de los Comunes. El juicio incoado contra él contribuyó a que aumentase la oposición contra el absolutismo en la sociedad inglesa.

La negativa de los norteamericanos, en 1766, a pagar el impuesto del timbre, introducido por el Gobierno inglés, y la táctica de boicotear las mercancías inglesas a comienzos de los años 70 del siglo XVIII fue el prólogo de la guerra de la independencia de las colonias norteamericanas contra Inglaterra (1775-1783).- 369

[49] Alusión al motín contrarrevolucionario de la Vendée (provincia occidental de Francia), levantado en 1793 por los realistas franceses que utilizaron a los campesinos atrasados de esta provincia para luchar contra la revolución francesa.- 373

[50] Imperio Romano de Oriente, Estado que se separó en el año 395 del Imperio romano esclavista con centro en Constantinopla; posteriormente se denominó Bizancio; existió hasta 1453, en que fue conquistado por Turquía.- 377

[51] Como consecuencia de la victoria sobre Francia durante la guerra franco-prusiana (1870-1871) surgió el Imperio alemán del que, no obstante, quedó excluida Austria, de donde procede la denominación de «Pequeño Imperio alemán». La derrota de Napoleón III fue un impulso para la revolución en Francia, que derrocó a Luis Bonaparte y dio lugar el 4 de setiembre de 1870 a la proclamación de la república.- 377

[52] El 21 de marzo de 1848, a iniciativa de los ministros burgueses de Prusia, se organizó en Berlín un solemne cortejo real acompañado de manifestaciones en pro de la unificación de Alemania. Federico Guillermo IV pasó por las calles de Berlín con un brazalete negro, rojo y dorado, símbolo de la Alemania unida, y pronunció discursos seudopatrióticos.- 379

[53] Se refiere a la conferencia convocada para revisar la denominada Constitución imperial. Como resultado de la conferencia, el 26 de mayo de 1849 se concluyó un convenio («unión de los tres reyes») entre los monarcas de Prusia, Sajonia y Hannover. La «unión» era una tentativa de la monarquía prusiana de lograr la hegemonía de Alemania, ya que el regente del Imperio debía ser el rey de Prusia. No obstante, bajo la presión de Austria y Rusia, Prusia se vio obligada a retroceder y, ya en noviembre de 1850, a renunciar a la «unión».- 382

[54] En la catedral de San Pablo, de Francfort del Meno, se celebraron reuniones de la Asamblea Nacional Alemana desde el 18 de mayo de 1848 hasta el 30 de mayo de 1849.- 393

[55] El último artículo de esta serie no se publicó en el New York Daily Tribune. En la edición inglesa de 1896, preparada para la prensa por Eleonora Marx-Eveling, hija de Carlos Marx, así como en varias ediciones subsiguientes, se insertó como último artículo el de Engels, que no se incluía en esta serie y llevaba por título El reciente proceso de Colonia (véase el presente tomo, págs. 397-403).- 396